23 de abril de 2024

Críticas: El último de los injustos

El último de los injustos

Claude Lanzmann vuelve a Shoah a través de las luces y sombras de la polémica figura de Benjamin Murmelstein. Un ejercicio de reflexión tan magistral como profundamente  incómodo.

Un vistazo en profundidad a los horrores del Exterminio Judío nos revela que el devenir de un gran número de los que sobrevivieron al Holocausto no fue un camino fácil. Ante un panorama político radicalmente diferente al de antes de la guerra, con una comunidad judía destruida y con sus antiguas casas ahora ocupadas por soviéticos bajo la excusa de los planes de nacionalización de Stalin, muchos de ellos tuvieron que lidiar además con algo, si acaso, mucho más doloroso: la acusación de colaborar con aquellos que pretendían la eliminación física de todo un pueblo. Y entre los más odiados, aquellos judíos que habían ostentado cierto poder sobre sus semejantes bajo los designios de las SS. Eran los miembros del Consejo Judío, un organismo creado por los nazis que estaba compuesto por nombres influyentes de la sociedad judía, los cuales debían encargarse de mantener el orden dentro del gueto.

Benjamin Murmelstein fue uno de los miembros de ese cargo que se había edificado en el campo de concentración de Theresienstadt, una antigua fortaleza situada en la República Checa. El único de los presidentes de este organismo que había sobrevivido a los horrores del exterminio. El 27 de octubre de 1989, cuatro años más tarde que Claude Lanzmann diese a conocer al mundo Shoah (1985), su monumental trabajo documental sobre el Holocausto Judío; Murmelstein moría durante su exilio en Roma, ciudad que lo había acogido durante 40 años, pero a la que siempre sentía extraña. Odiado por su propio pueblo, la acusación de colaboracionista le persiguió hasta el fin de sus días. El día de su funeral no fue enterrado junto a su esposa, como era su deseo, ni tampoco se le recitó el Kadish, la oración judía para que los muertos encuentren la paz.

El último de los injustos 2

En los 11 años que empleó Lanzmann para dar forma a Shoah, Murmelstein también fue objeto de las entrevistas del director francés. Pero estas quedaron fuera del montaje final. Quizás, la polémica en torno a un personaje tan turbio y ambiguo, junto con aquellos testimonios sinceros del horror, hubiese difuminado más todavía una figura cuya complejidad requiere de distancia a la hora de abordar una reflexión en profundidad. La misma distancia y reflexión sobre aquellas imágenes guardadas en un cajón que dan pie, casi 30 años después que el proyecto originario viese la luz, a El Último de los Injustos (Le Dernier des Injustes, 2013), un nuevo monumento a la memoria que se desarrolla entre dos tiempos, el que transcurre durante el encuentro entre Lanzmann y Murmelstein, y la actualidad, donde el director recorre unos escenarios que remiten a ese otro tiempo reconstruido en el imaginario mediante las palabras del rabino.

Lanzmann plantea un diálogo entre pasado y presente a través de la imagen de nuestra contemporaneidad. Porque si en algunos espacios el presente parece haber borrado toda huella de ese pasado traumático, ningún sitio evoca de manera más clara ese tiempo pretérito como Terezin, cuyos edificios rehabilitados entre unas calles apenas pavimentadas aparecen confrontados con aquellos que, suspendidos en el tiempo, permanecen tal y como quedaron después de la ocupación nazi, testigos silentes del horror. Allí, donde el presente convive puerta con puerta ante el recuerdo de lo más abyecto, entre lentos travellings a través de las calles, edificios y cementerios de la espectral Terezin, los fantasmas vuelven a la vida.

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Pero aunque, como ya ocurría en Shoah, lo hace mayoritariamente sin recurrir a imágenes de archivo (respondiendo a una decisión moral donde la palabra, pura expresión de la vivencia personal, adquiere una importancia capital), sin embargo, en un momento determinado del documental, nos vemos sorprendidos ante las imágenes de lo que parece una película propagandística nazi sobre Theresiendstadt. Obviamente, no se trata de un material cualquiera. Como tampoco lo fue ese campo de concentración. Y no lo es porque esas imágenes se arman sobre la idea de un engaño. La misma idea sobre la que se construye Theresiendstadt: servir de escaparate al mundo sobre el (falso) trato dado a los judíos. La misma que le llevó a Kurt Gerron a filmar esas bucólicas imágenes de paz y armonía bajo la falsa promesa de salvar su vida. La misma que mantenía la esperanza de aquellos reclusos que pensaban que evitarían la muerte si colaboraban para que aquel “campo modelo” siguiese siendo la tapadera de lugares de tan infame recuerdo como Belzec, Treblinka, Sobibor o, más tarde, Auschwitz.

Y de (auto)engaño también parece estar hecha la coraza que, hasta el fin de sus días, recubría la figura de un Murmelstein al que Lanzmann presenta por primera vez (y no de manera casual) de espaldas al espectador. Aquella con la que eludía el horror diario del campo de concentración, la consecuencia visible de los estragos de un ser humano en un contexto límite. Los primeros planos, los zooms cerrados sobre su rostro y, finalmente, el desespero verbal del director ante un personaje que no explota ni deja aflorar el componente humano en sus gélidas, locuaces y lúcidas explicaciones devienen en vanos intentos por acceder a lo inaccesible. En parte porque todas esas cuestiones murieron en aquel gueto. Es el precio de la supervivencia. Lanzmann redime al rabino sin subrayados ni maniqueísmos. No lo condena. No lo juzga. Porque ¿qué derecho tenemos nosotros, que no nos hemos encontrado en el epicentro de ese horror, a juzgar a alguien que ha vivido algo peor que el infierno?

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