18 de abril de 2024

Críticas: La gran estafa americana

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Peluquines, rulos y gafas, muchas gafas, en la revisitación a los lugares comunes de los 70 que propone lo nuevo de David O’Russell. Una propuesta que nunca esconde su evidente artificiosidad.

Más allá de un supuesto sentido narrativo, ¿qué justificación se puede (o no) extraer del plano detalle a la oronda barriga de Christian Bale con el que da inicio La Gran Estafa Americana? Es importante resaltar esto porque es la carta de entrada con la que David O’Russell, su director, presenta a su personaje principal, un Irving Rosenfeld, estafador de poca monta, que podría representar una suerte de reverso bonachón al nihilismo y la amoralidad del Jordan Belfort de la última película de Martin Scorsese. Porque de haber habitado mismos marcos temporales (y espaciales), ¿resultaría acaso extraño encontrarnos al propio Rosenfeld en un lugar como la cochambrosa compañía de Long Island a la que Belfort acude después de haber perdido su puesto en Wall Street? Cabría preguntarnos entonces si Rosenfeld, con su corazoncito de alguien que conserva aún un código moral en una época (los 70) de pérdida de la inocencia, hubiese sucumbido a la tentación irrechazable que se plantea en el trágico discurso de una película como El Lobo de Wall Street.

No hay que andar mucho entre el metraje de La Gran Estafa Americana para vislumbrar algunas de las ideas vertebradoras del discurso presente en el último trabajo de David O’Russell. De esa barriga con la que se nos presenta al personaje que interpreta Bale podríamos extraer, primeramente, una lectura en clave metacinematográfica. Lo que vemos es el trabajo de un actor capaz de llevar al límite su físico como herramienta interpretativa. Pero ese físico, bajo el mismo rostro, puede transformarse en su opuesto atendiendo a la distinta naturaleza de un futurible nuevo proyecto. Es, por lo tanto, un proceso de transformación reversible fuera de la ficción, una ilusión construida. Y lo es en pos a la idea del engaño, visibilizada explícitamente por dos elementos más durante la presentación del personaje de Rosenfeld: el espejo que refleja su imagen y el peluquín que recubre su despoblada cabeza. Desdoblamiento de la identidad y falsa apariencia. Pero también visibilización del proceso de construcción del personaje y, por ende, de la película en toda su dimensión.

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Desde los propios logos de las productoras y su estilo retro, emulando la suciedad del celuloide, todo es visiblemente falso, exageradamente recargado. En parte porque esa revelación del engaño, inherente a la propia idea del cine, la fascinación por la revisitación de los lugares comunes y la reconstrucción histórica realizada en la película no deja de ser más que el verdadero objeto de deseo de su máximo responsable. Los kilométricos escotes de los vestidos de una impresionante Amy Adams, los lugares comunes de una película ambientada en los 70 (la discoteca que revela el fin de una década y el comienzo de otra), los temas que componen su banda sonora, los torsos masculinos cubiertos de insondable pelaje adornados por horteras cadenas o, sobre todo, peinados imposibles. El del vertiginoso tupé de Jeremy Renner, el peluquín de Christian Bale o los rizos de Bradley Cooper. Los cueros cabelludos de postín y la insistencia en su puesta en escena (los ridículos rulos que adornan la cabeza de Cooper o la batalla diaria con la cortinilla del personaje de Bale) no hacen más que (re)incidir en esa misma idea en torno al placer reconstructivo y la visualización de su artificiosidad como discurso.

¿A qué podría responder más que a esta cuestión la decisión de una negociación con un peligroso líder mafioso, interpretado por Robert de Niro, realizada en el backstage a medio construir de una sala de fiestas? ¿No es acaso la (falsa) idea de la reconstrucción la que atrae al alcalde que interpreta Renner y la que pone en marcha todo el plan maestro que conforma el grueso de la película? Construir una tramoya para que el pez (las víctimas del complot urdido en la ficción y los espectadores que asistimos a ella) muerda el anzuelo. Algo así como aquel falso local de apuestas que se levantaba en una película como El Golpe (The Sting, George Roy Hill, 1973), con la que La Gran Estafa Americana comparte no pocos puntos en común.

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Pero esa misma fascinación por el cartón piedra de O’Russell, el único motor que parece hacer avanzar la debilidad de una trama entre el deja vu y la poca entidad de sus personajes (algo que se disfraza, siguiendo la idea de la fachada, con un estupendo trabajo actoral), sin embargo, acaba volviéndose en contra de una obra que, en aras de ahondar en esa idea del engaño, incluso en su puesta en escena busca emular, desafortunadamente, alguien que no es. Una voz ajena representada en la figura de un Martin Scorsese cuya última película no solo va compartir cartelera con otra como La Gran Estafa Americana, sino que también parece establecer un diálogo entre dos maneras de abordar (o no) las miserias del capitalismo. Si para O’Russell la figura del estafador es todavía motivo de cómoda dulcificación empática; para Scorsese, la ridiculización del mismo, marca una postura moral ante los retos que presenta la apremiante actualidad, impidiendo cualquier tipo identificación ante un personaje despreciable. Qué paradoja: el maestro irreverente, combativo y comprometido con un presente jodido; y el alumno instalado en la comodidad del que no quiere mancharse el traje nuevo, embobado con la laca y el artificio de una época pretérita, tan inofensivo como una propuesta de previsible happy end.

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