20 de abril de 2024

Críticas: Ida

Pawel Pawlikowski retrata la Polonia de los años 60 y le dedicamos dos críticas.

Ida 2

Por Sergio de Benito:

La Polonia comunista posterior a la herida que dejaron el estalinismo y la II Guerra Mundial es una cárcel para todos los que habitan en Ida. Un bosque, una sala de fiestas o un motel de carretera están impregnados del mismo halo de profunda tristeza. Una tristeza que atrapa y embriaga al espectador nada más empezar y ya no lo suelta hasta el final de un viaje en el que las formas virtuosas alcanzan una exquisita comunión con lo que se cuenta.

No creo que sea nada exagerado decir que la fotografía de Ida es la que más me ha impactado en una sala de cine en bastante tiempo. Cada rayo de luz, cada voluta de humo filtrada, supone casi una tortura en un ambiente tan viciado. Los encuadres, en su mayoría planos fijos, evocan un estatismo que resulta tan angustioso para nosotros como para unos personajes que intentan dejar atrás lo que han sido para salir adelante en un nuevo sistema que, aunque es menos represivo y otorga más libertades, se halla inevitablemente afectado de una lúgubre melancolía. Las dos protagonistas aparecen casi siempre en la parte inferior del mismo, señalando y dejando patente la traumática carga que pende sobre ellas. Pawlikowski tiende a seccionarlas y a colocarlas en una pequeña parte del plano: la historia de Ida y Wanda es un ínfimo pedazo de la Polonia de los años 60, que vive un trauma colectivo todavía mucho más profundo y complejo. El 4:3, que estos días también sirve al disfrute de El gran hotel Budapest de Wes Anderson, se erige aquí como una de las principales herramientas para transmitir ese desasosiego. Y la música es otro elemento que lo refuerza: una melodía de John Coltrane o el grupo de pop polaco que anima el baile en una sala de fiestas crean la misma sensación de inquietante acecho.

Ida es un ejemplo de cine adulto y serio, que no toma a nadie por tonto. No explica verbalmente más de lo necesario y tampoco se recrea innecesariamente en la estética, aun sabiendo que es el punto fuerte de la película, sino que la coloca al servicio del viaje interior de la protagonista tras enterarse de que sus padres fueron exterminados durante la ocupación nazi de Polonia. Permite así que las imágenes, poderosísimas, puedan cobrar significado por sí mismas. Antes de llegar al catártico quiebro de su inmovilismo, Pawlikowski resta fuelle al volver la obra ligeramente más explicativa, pero no afecta al nivel global de un trabajo maduro y de gran calado emocional.

Ida

Por MariFG:

Más allá del holocausto llevado a cabo por los nazis que causó el exterminio de millones de personas en los campos que en su propio territorio levantaron aquellos, la historia de los judíos polacos pasa también por un gran antisemitismo dentro de la población polaca de aquellos años y que ha permanecido en un segundo plano eclipsado por el genocidio. La nueva película del director de origen polaco Pawel Pawlikowski, Ida, refleja por un lado esa otra Polonia de la que poco se ha tratado en el cine, una Polonia que fue tanto víctima como cómplice de sus invasores, y por otro el profundo arraigo de la religión católica en el país.

Una definición algo simplificada de Ida podría ser la de una road movie con dos protagonistas tan distintas entre sí como los mundos a los que representan. Ida, criada como Anna y como católica en un convento en el que en breve pasará a formar parte jurando sus votos, frágil en apariencia pero férrea en sus convicciones, y Wanda, antigua fiscal afín al régimen comunista conocida como “Wanda la roja”, una mujer exteriormente fuerte, libre y decidida bajo la que se encuentra un ser aun más indefenso y vulnerable que la propia Ida. Juntas recorren un camino en busca de unas respuestas que una vez halladas provocan una transformación en cada una de ellas, un cambio interior que Pawlikowski refleja formalmente dejando atrás esos encuadres agónicos en los que sólo nos mostraba una pequeñísima parte de la anatomía de las protagonistas, abandonando también la inamovilidad de los planos hasta concluir en un travelling al que acompaña por primera vez la música que ya no es diegética, ya no es ajena a Ida sino que la arropa y la acompaña en su nueva vida.

En un impoluto blanco y negro, Pawlikowski nos retrotrae con Ida a un cine de otros tiempos y de otras filmografías, a un Dreyer en una primera escena despojada de todo ornamento salvo una imagen de Cristo, a unos momentos “occidentalizados” a ritmo de jazz cambiando al Miles Davis de Ascensor para el cadalso por John Coltrane, pero también al pesimismo y los sentimientos reprimidos asociados a la religiosidad característicos del cine de su compatriota Krzysztof Kieslowski.

Ida es puro arte en imágenes, pero sobre todo son ellas, las dos Agatas: Trzebuchowska, la contención de belleza etérea de Ida, y Kulesza, la fuerza imparable de Wanda, dos actrices que sólo con la mirada son capaces de explicar lo que no se muestra, lo que no se dice.

Ida 3

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