28 de marzo de 2024

Críticas: 10.000 km.

Dedicamos dos críticas a 10.000 km., la ganadora del Festival de Málaga.

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Por MariFG:

Dos escenas de sexo entre la misma pareja abren y cierran 10.000 km. La cámara del debutante Carlos Marqués-Marcet entra en sus vidas con un plano secuencia de más de 20 minutos en el que nos hace cómplices incómodos de un voyeurismo con el se puede palpar el amor, el sexo, el proyecto consolidado de vida común, el nivel de intimidad y confianza ganado con los años, y una rutina cómoda que se ve alterada por una oferta de trabajo al otro lado del mundo. Más de 200 días después, el director vuelve a tomar las riendas de la historia juntando a sus dos protagonistas de nuevo, pero sin recurrir ahora a la cercanía visual que imprime en la primera secuencia. Asiste objetivo a un encuentro frío, desganado, donde no se siente complicidad por ningún lado, donde el deseo es una consecuencia de la tensión que se puede cortar entre ellos y deja paso a la más absoluta de las soledades compartidas.

Entre 10.000 kilómetros y más de medio año de distancia, Sergi y Alex, o lo que es lo mismo unos espléndidos David Verdaguer y Natalia Tena, viven su relación a través de las tecnologías con la sensación de cercanía y a la vez de alejamiento que éstas proporcionan, y entre esas dos escenas todo lo que vemos de ellos es lo que la web cam o las pantallas de los ordenadores nos dejan ver. Pocas veces se ha mostrado la evolución, o en este caso involución, de una relación amorosa con un realismo como el que se exhibe en 10.000 km, alejado de diálogos claramente impostados para provocar emociones en el espectador, porque en realidad no hace falta disfrazar los sentimientos para que quien viva las relaciones en los tiempos del smartphone no pueda sentirse identificado. La pregunta que plantea la película no es si el amor puede sobrevivir a la distancia, la pregunta es si el amor a distancia puede sobrevivir a la era de las redes sociales, a la inquietud que provoca el ver las conexiones e interacciones de la otra persona cuando no son con el ser amado, al tono que (no) se percibe a través de un mensaje o un email, o a lo que representa colocar un simple signo de puntuación en lugar de otro.

Aunque es precisamente su propuesta técnica tan referencial lo que asusta a la hora de pensar en la película como una obra concebida para llegar a todo tipo de público y para perdurar en el tiempo, lo cierto es que la universalidad de lo que cuenta 10.000 km y la naturalidad con la que Marqués-Marcet crea una historia de amor tan bella como triste, están muy por encima de su planteamiento formal.

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Por Maldito Bastardo:

A veces, el interés de una película no está en la propia historia que cuenta ni siquiera en sus imágenes, frases o esas emociones que vemos proyectadas frente a la pantalla. Simplemente no nos afecta más allá de su capacidad de establecer un diálogo con aquellos seres que la observan en las butacas, frente a su televisor o incluso delante de un ordenador o smartphone. Devoramos tanto cine (y de tan distinto modo), en lugares cambiantes o mediante herramientas —destinadas muchas veces a formar parte de nuestra otra vida virtual en redes sociales o en internet—, que realmente la propia película y el espectador se convierten en dos entidades frente a frente. El careo que nos propicia Carlos Marqués-Marcet nos remite más a su fondo que desigual forma, a esa capacidad de entablar un diálogo inexistente en un espacio físico y propiciado por ese otro cosmos virtual. Del mismo modo que se pudiera simplificar Be Right Back de la segunda temporada de Black Mirror, como un chiste de humor negro ideado por Charlie Brooker para ver cómo una mujer llora más la ‘muerte’ de un Smartphone —donde ‘vive’ su amor de manera virtual— que la propia muerte física del difunto, en 10.000 km. nos encontramos con esa pareja de enamorados que bailan agarrados cada uno a su ordenador portátil. El amor no es un objeto físico en el Siglo XXI (aunque tampoco lo fuera a principios del Siglo XX con Sueño de amor eterno de Henry Hathaway) y no hace falta que nos lo explique Spike Jonze (Her) o rememorar ese F5 como nueva pulsación emocional del corazón en el cierre de La red social de David Fincher. Carlos Marqués-Marcet nos lo evoca desde un frente orgánico y químico, enfrentando a la disposición que ofrece una separación física y una unión en un espacio invisible, como una alegoría del plano/contraplano y, por extensión, del propio cine.

Tenemos todo y, al mismo tiempo, no tenemos nada porque las posibilidades simplemente remarcan nuestras propias y egoístas barreras. En 10.000 km. observamos, desde su plano secuencia inaugural, que la pareja de enamorados más pasionales —y cuyos planteamientos más inminentes pasan por formar una familia tras una relación de siete años— se fractura completamente en pocas semanas en ese seguimiento a modo de video diario. Vivimos en un mundo inmediato, en el que todo parece resolverse con un clic, del que internet ocupa una enorme parcela y empequeñece en milisegundos kilométricas distancias, pero también nos desvela nuestra incapacidad para satisfacernos plenamente o sustituir la ya mencionada relación química y orgánica, plenamente física. Dudo que Carlos Marqués-Marcet quiera dictar sentencia respecto a los (cyber) amores, o mostrar una evolución de aquellos romances a golpe de sello y carta cuya tinta más profunda eran los sentimientos, pero sí estimular la estructura de su película con insertos de otros materiales y texturas más experimentales con los que trabajó anteriormente, como si la obra finalmente fuera en cierta medida un compendio de aquello que es (y ofrece) internet. En realidad, el mérito de en 10.000 km. es que muchas situaciones que vemos proyectadas en pantalla las hemos vivido, ya sea en nuestras carnes, en las de un conocido o dentro de ese cosmos que es el ciberespacio. Todo está tan desgastado, ya nada nos inquieta… porque creemos que hemos sentido esas emociones anteriormente frente a nuestras pantallas, frente a nosotros mismos.

La crisis de la pareja protagonista desvela aquella de la que trata de escapar la propia cinta, galardonada en último Festival de Málaga y condenada a formular una nueva apuesta para el cine español. De esta manera, la película actúa por establecer su propio diálogo con el espectador, ser esa otra pareja que nos habla al otro lado de la pantalla, que trata de conmovernos y que espera que la agarremos y sostengamos para ser nuestra pareja de baile… aunque sepamos que nos vamos a olvidar de ella cuando acabe la canción, al darnos cuenta finalmente de la fantasía y despertarnos con esos 10.000 kilómetros de distancia que nos separan.

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