19 de abril de 2024

Críticas: La señorita Julia

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Strindberg reloaded.

En un tiempo en el que las clases nobles estaban en plena decadencia pero se resistían a someterse a la igualdad de condiciones con el pueblo; en el que la servidumbre, consciente de los logros de las revoluciones sociales, tampoco era capaz de abandonar el servilismo arraigado durante generaciones, proporcionó un torbellino de sentimientos de desarraigo de una posición social determinada en la segunda mitad del siglo XIX que fue caldo de cultivo para dramaturgos que los aprovecharon, no sólo para trasladar ese declive de las clases pudientes con respecto a las trabajadoras, sino también para empezar a reivindicar el papel de la mujer como heroína romántica. No es casualidad que muchas de las grandes obras del realismo decimonónico tengan por protagonistas a mujeres que desafían los convencionalismos de la época y acaben por ser víctimas de su propio servilismo hacia el patriarcado llevado al ámbito de las emociones; la fragilidad de unas heroínas dispuestas a luchar por hacer prevalecer su valía y su poder frente a los hombres, quedando al descubierto por esa cosa llamada amor y su inseparable vínculo con el honor. Una de estas heroínas trágicas es la protagonista de una de las obras de un autor esquizofrénico y misógino como fue el sueco August Strindberg, una obra llena de violencia verbal y psicológica llamada La señorita Julia, en la que somete a  una mujer caprichosa e insatisfecha que juega con el poder que le confiere haber nacido en una cuna noble, a la dominación y la manipulación de un hombre por debajo de su estrato social sólo por el hecho de ser hombre.

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La actriz y directora sueca Liv Ullmann recupera ahora el texto de la obra de Strindberg trasladando la historia desde la Suecia de la obra original a la Irlanda de 1880, a una gran mansión habitada por un noble, su hija y su corte de sirvientes. Ella, Julia, es una joven atractiva y altiva cuyo aburrimiento y sed de exhibir su poder para con sus inferiores, le lleva a intentar seducir por todos los medios al criado de su padre en la noche de San Juan. Jugando con fuego, acaba por caer en los brazos de John sin sopesar las consecuencias que para su honor y su posición social supone el haber compartido lecho con un sirviente. A partir de este hecho, el drama sube de intensidad hasta puntos realmente trágicos, en una batalla dialéctica entre ambos en la que se ponen sobre la mesa las diferencias sociales, la lucha de sexos y los intereses de ambos al margen de un amor inexistente que planea sobre ellos como justificación de sus actos.

Sólo tres personajes componen la representación teatral que es La señorita Julia, y que es precisamente lo que vemos en pantalla, a 2 intérpretes y un tercero en discordia ejecutando una obra de teatro que Ullmann no logra alejar de su origen. La película resulta demasiado teatral, hay demasiada impostura sobre todo al recitar unos textos de manera casi mecánica, lo que impide en algunos momentos que se sea capaz de apreciar el tono con el que hablan de cuestiones de vital importancia para ambos. Así, asistimos a parrafadas y discusiones interminables en las que no sólo se redunda en lo dicho una y otra vez, sino que además van cambiando de parecer casi de una frase a otra con la misma intensidad con la que dicen lo contrario. Es la película por tanto un despliegue actoral que va desde la contención del personaje de Samantha Morton, al estallido de emociones rayando en el histerismo que protagonizan Jessica Chastain y Colin Farrell. Chastain, aun estando tan espléndida como acostumbra, tiene momentos en los que la intensidad que el guión de Ullmann imprime a la obra alcanzan un nivel tan alto que incluso ella está sobreactuada, aunque no tanto como su compañero de escena. El actor irlandés, que durante la primera mitad de la película logra convencernos de que, bien dirigido, puede realizar una actuación a la altura de una obra teatral de esta envergadura, a partir de que el melodrama se intensifica y llegan los gritos y los desgarros emocionales, la sobreactuación de Chastain parece comedida al lado de la suya sin que además cambie su cara de circunstancias habitual.

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Un histerismo que contrasta con una puesta en escena elegante y pictórica, alternando la sobriedad de los interiores con la lírica representación de los exteriores como si hubiera querido encuadrar la obra dentro de las pinturas de John Everett Millais, cuya Ophelia está claramente homenajeada en el film. Por desgracia la belleza formal de La señorita Julia no evita que la adaptación que hace del texto de Strindberg no tenga la suficiente capacidad de traspasar sus líneas a un lenguaje cinematográfico que centre el interés de quienes pretendan encontrar algo más que el visionado de una obra de teatro.

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