24 de abril de 2024

Berlinale 2015: Día 1

Nadie quiere la noche

Isabel goes north

Siempre es un día complicado el que abre un Festival como el de Berlín, las expectativas se mezclan con los nervios, las primeras decepciones con los fracasos esperados. En este curso además, abría plaza en la Sección Oficial una cineasta tan ehm, especial (?) como Isabel Coixet y eso genera movimiento, dardos afilados en el arco de la descalificación y alabanzas más cercanas a las filias personales que a las cinéfilas. Comparen la prensa nacional con la internacional, en fin, que la amistad siempre ha sido un sentimiento maravilloso, ¿quién somos nosotros para negarlo?. Empecemos.

Un breve retazo de pasado, una pequeña grabación en Super 8 que imbrica a la infancia con el recuerdo de las fiestas de cumpleaños y las carreras en la hierba. Un hemisferio de hoy: las charlas, las risas, el baile, la maternidad. Curiosamente, Marcin Malaszczak, relaciona a este hoy con el blanco y negro, quizás por el uso de los cuentos como elemento narrativo, quizá porque ese hoy, de pura fugacidad, se haya convertido en un elemento irreal, en el sentido estricto del término. Y así, cuando llega el otro hemisferio que divide el film, el hemisferio del mañana, un mañana que sólo amenaza muerte y tedio, preñado de conversaciones mantenidas en artrítico plano fijo, éste se muestra en color, como la realidad misma, algo así como el final de los cuentos. Resumiendo, nuestro film de apertura en esta Berlinale 2015 y que respondía al bukowskiano nombre de The days run away like wild horses over the hills, es un estudio en tres tiempos de las edades del hombre de la mujer. Pesimista y doloroso, pesado como los huesos calcificados. Una fórmula poco dada a las alegrías y un curioso inicio para nuestro tour festivalero. La platea crítica salía espantada, ya se lo pueden imaginar, quizá más por lo que profetiza que por lo que es.

The Days Run Away Like Wild Horses Over the Hills
The Days Run Away Like Wild Horses Over the Hills

Binoche llora por la gloria y la miseria, por el amor perdido y el odio recién descubierto, Binoche no quiere comer grasa de foca ni carne de perro, quiere lucir, allá en el casquete polar, sus vestidos de alta costura y encontrar a su marido, perdido en la ruta que conduce hacia la gloria. Y Binoche sigue llorando, llora hasta el punto de transmitir la histeria, como si fuera una pulmonía ártica, a la cámara de Isabel Coixet que tiembla y se debate en un movimiento espasmódico continuo, muy lejos de la pausada recreación de época que uno podría esperarse. Sí, la cámara de Isabel tose y esputa, todo, obviamente, muy antihigiénico pero muy inuit (definamos los síntomas como intento de integración cultural). Y a todo esto, no nos olvidemos nunca (Isabel tampoco nos lo iba a permitir), Binoche sigue llorando, tanto que en un momento llegamos a olvidar los motivos por los que lo hacía, el nexo y la finalidad son las lágrimas, las lágrimas en sí mismas y morder la amarga nieve. E Isabel construye metáforas de huevos, iglús y bebés y quema cartas en la hoguera invernal como si los sentimientos en ellas contenidas fueran un sustituto del combustible y su ego o sus ganas, o su osadía, o lo que demonios sea, lanza apuestas en forma de avalanchas asesinas, apuestas que su anoréxico objetivo no puede cubrir, y todo, dejémoslo claro, todo aliñado por las lágrimas de Binoche, por el llanto desbordado en reproducción continua, «Juliette, you need to cry more». Ojalá su llanto, dijérase recitado, siempre consciente, un llanto de actriz, no, de «ACTRIZ», fuera capaz de salvar tanto naufragio, pero en realidad todo forma parte del desastre y es que no hay nada que se salve en el Polo Norte del mal gusto, «si nos vamos a la mierda, vayámonos con todo el equipo». Dicho y hecho, como Frank Peary caminando hacia la nada… en realidad la metáfora siempre estuvo ahí, deberías haberlo visto Isabel, o bueno, quizás no.

Nadie quiere la noche
Nadie quiere la noche

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