19 de abril de 2024

Críticas: El clan

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Los Puccio.

Cuando terminó la dictadura militar argentina, hacia 1983, quedaron desocupados los torturadores que se encargaban de ejecutar y hacer desaparecer a las víctimas del régimen. Arquímedes Puccio, uno de los verdugos, siguió ejerciendo su carrera delictiva al margen de la nueva sociedad, como un pez a contracorriente, organizando secuestros y asesinatos. Para su cometido recibió la ayuda de dos secuaces. Sin embargo el apoyo más valioso se lo propició su propio clan, una familia numerosa regida por la autoridad de un padre psicópata y la complicidad plena de su mujer y los hijos.

La idea que da origen al guión de El clan está basada en hechos reales que se pueden rastrear por documentos audiovisuales como son los noticiarios televisivos con los que se inicia la película y otros reportajes colgados en la red. En nuestro caso es más complicado encontrar información impresa en los rotativos españoles, proveniente de hemerotecas, ya que no hubo una cobertura informativa total a mediados de los años ochenta, cuando se produjo el apresamiento de esta familia de homicidas. Resulta curioso sobre todo por las similitudes políticas entre España y Argentina, con varios golpes de estado y dictaduras en distintas épocas de los dos estados. Sorprende también que, aunque hayan pasado tres décadas desde el cese de actos terroristas de los Puccio, se estrenen en 2015 este largometraje y una serie de diez episodios de la televisión argentina –Los Puccio. Historia de un clan– que tratan el mismo tema.

El clan deja la saga familiar para el serial mencionado y escoge solo la punta del iceberg de esta macabra historia, representada con la relación paternofilial entre Arquímedes y Fernando, el progenitor y su hijo mayor, como eje vertebrador de un relato muy turbio e inquietante sobre una familia funcional aunque con evidentes fisuras en su armazón emocional.

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Sería osado buscar fallos al film, rodado con varios planos secuencia en steadycam que acompañan a sus protagonistas y abundantes conversaciones ágiles editadas en plano y contraplano. Un desarrollo vigoroso que permite incluso una caprichosa secuencia de montaje paralelo nocturno que muestra la relación sexual de Fernando con su novia en el coche, mientras el padre y sus compinches perpetran una de sus ejecuciones. Otro buen recurso son las distintas transiciones entre secuencias, mediante encadenados que van perdiendo foco hasta un desenfoque total y expresivo del estado de ánimo desquiciado de los protagonistas. La tónica ambiental del largo por lo general sucede en espacios abiertos e interiores a plena luz del día, toda una declaración de intenciones tan diáfana como el modo en que está narrada visualmente la historia. La cronología está separada por elipsis temporales entre las distintas épocas en las que suceden los secuestros y extorsiones. Una temporalidad salpicada de flashbacks y repeticiones de esos retrocesos en el tiempo que ayudan a crear y aclarar la intriga de los hechos acontecidos. Pablo Trapero crea una mitología mafiosa de alcance universal, tan válida como la de otras nacionalidades más conocidas por estos negocios sucios, aunque también deja estos mitos en un segundo plano siempre que aparece la familia con sus relaciones personales, sus ambiciones, nostalgias y por encima de todo el respeto reverencial que impone esa bestia parda que es el padre.

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Guillermo Francella compone un papel escalofriante y cercano recurriendo a su mirada gélida e intimidatoria de ojos claros y azules. Un personaje para el que parece haber nacido el propio actor, lleno de recursos, gestos y matices, pero despojado de la exageración e histrionismo que quizás le hubieran dado otros intérpretes. Acompañándole en todo momento está Peter Lanzani como Fernando, con esa inocencia que también oculta su propia maldad a través de su cara inocente. Y respaldados ambos por un reparto tan sólido como compenetrado que demuestra la fuerza inagotable de la cantera interpretativa argentina.

Del mismo modo que en el año 2014 produjeron la famosa y taquillera Relatos salvajes, los hermanos Almodóvar y Esther García, su colaboradora en la compañía El Deseo, coproducen El clan. Los puntos en común entre ambas películas son sus autores, dos directores de unos cuarenta años con una larga trayectoria profesional y comercial a sus espaldas, caracterizados por un estilo narrativo prácticamente norteamericano y bastante eficaz. Damián Szifrón con sus relatos supo sacar partido de un guión episódico que funcionaba cohesionado en su tono y aspecto visual. En el caso de Pablo Trapero articula el ritmo y forma visual a partir de un guión modélico que aglutina todos los elementos del film, pero que no desnaturaliza el resultado final conseguido en la pantalla.

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Las dos son producciones diferentes aunque acierten ambas en el tratamiento universal de asuntos locales, un factor que permite una exportación mayor de las películas en festivales y mercados comerciales extranjeros aunque su idioma no sea el español. Dos películas que tienen cierto tono liberal. En el caso de los Relatos salvajes ese toque tan irreverente y calculado que conquistó a su público. En El clan se logra por esa aproximación a Latinoamérica de una mitología mafiosa que parecía estar permitida solo en los films norteamericanos sobre «famiglias», iniciaciones rusas y borrachos irlandeses. O el humor negro que se contiene durante todo el metraje aunque aflora en los textos que explican los distintos finales de los miembros vivos y muertos de la dinastía Puccio.

El clan es un film muy entretenido y deudor del emocionante Kamchatka de Marcelo Piñeyro a la hora de tratar el pasado histórico como un decorado abstracto más que dentro de un contexto concreto. Ya ha sido un éxito de taquilla en Argentina y tiene suficientes elementos para repetirlo en el extranjero. Ya que los hermanos Almodóvar han conseguido esta fórmula de éxito, podrían tomar nota para hacer del mismo modo sus propias películas.

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