23 de abril de 2024

Críticas: Un otoño sin Berlín

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Y la vida sigue.

La historia del cine que ha hecho historia, valga la redundancia, está llena de finales prodigiosos; de finales que uno como espectador desea que no acaben nunca, que no sea el final, que algo suceda para que en el último momento todo cambie y el cuento de hadas se haga realidad. La grandeza de esos finales reside precisamente en no dejar que el ideal que desde las historias infantiles y las comedias románticas hollywoodienses se nos ha ido inculcando desde nuestra más tierna infancia, empañe la realidad de una vida que poco o nada tiene que ver con un cuento de hadas. Finales amargos que dejan la puerta abierta a un nuevo comienzo, a una nueva historia aún por construir dejando atrás otra, por lo general, incompleta, son los que consiguen que el tiempo que transcurre entre el comienzo de una película y todo el viaje que los protagonistas experimentan hasta llegar a ellos, dejen un poso perdurable en la memoria y la mayoría de las veces hasta una sensación de estar asistiendo al reflejo de algún episodio doloroso de nuestra propia vida.

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Lara Izaguirre es consciente de que la vida no es un cuento de hadas y, como tal, merece que el cine a veces nos muestre la complejidad que se encuentra en el interior de cada ser humano sin tener que recurrir a una trama concreta que se valga de un conflicto y los giros necesarios para que éste se resuelva. Lo que hace Izaguirre en Un otoño sin Berlín, su primer largometraje, es captar un periodo de tiempo en la vida de June, un triste y melancólico otoño de reencuentros, de tratar de cerrar viejas heridas, de retomar sueños que parecían perdidos, de abrazos y de despedidas. No hay necesidad de explicar cada detalle del pasado o del presente de los protagonistas; éstos vienen dados por el camino que va marcando el devenir de los días en los que transcurre la película sin tratar de encajarlos de manera artificial en unos diálogos que precisamente requieren de una completa naturalidad. Su cámara sigue inquieta a los personajes, se acerca a ellos pero sin inmiscuirse; les deja respirar dentro de su pequeño mundo y no lo altera con movimientos bruscos o planos buscando una estética idílica.

La directora no traiciona de esta manera en ningún momento la esencia de lo que quiere contar, que no es más que la intención de plasmar de la forma más sencilla y realista posible los sentimientos de unas personas que llevan dentro una mezcla de amor y rencor luchando entre ellos por imponerse al otro. Sin melodramas. Recogiendo con la cámara los momentos exactos en los que los personajes toman las decisiones que pueden cambiar su vida de raíz sin ni siquiera tener que decirlo. Se descubre así una cineasta capaz de emocionar con las sensaciones que logra extraer de sus actores y con las que, además, se permite el lujo de “restregar” en la cara de cada espectador para tocar una fibra real dentro de ellos. No es real una emoción surgida de un final feliz, es real la que surge de verse reflejado en una persona que trata de serlo y de que los demás lo sean a su alrededor bajo su propio criterio, sin ser consciente de que cada persona a su vez está tratando de hacer lo mismo con el mismo, y negativo, resultado.

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Si Lara Izaguirre imprime una sensibilidad especial a Un otoño sin Berlín, no sería justo olvidarnos de que June no sería capaz de transmitirla sin la mirada que le aporta Irene Escolar. La actriz compone un personaje por el que se suceden la frustración, la ilusión, el egoísmo inconsciente, la tristeza y la recomposición sin que ninguno de estos sentimientos parezca impostado. Irene, con permiso de un reparto que en absoluto desmerece, hace suya una película en la que no existe una sola escena en la que no aparezca, y que culmina precisamente con una que merece formar parte de todos esos finales de cine inmortales.

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