19 de abril de 2024

Críticas: Una pastelería en Tokio

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Pocketful of Miracles in Tokio.

Una anciana llega a un Tokio con prisas, con los sonidos estridentes de la gran ciudad envuelta en capas de contaminación. Camina despacio con un aire absolutamente anacrónico hasta que se topa con un reducto de naturaleza en medio del caos: un pequeño puesto de dorayakis bajo los cerezos en flor que parece no pertenecer tampoco a ese mundo actual. Tokue, la anciana, necesita de ese puesto tanto como los dorayakis que allí se preparan necesitan de ella, del amor que desprende hacia las judías que son la base de la receta de la salsa y con las que se comunica en un diálogo cargado de delicadeza.

Basada en la novela An de Durian Sukegawa, Una pastelería en Tokio entrecruza las vidas de tres personajes solitarios en un momento que supone para cada uno de ellos un revulsivo para darle sentido a su existencia. Una adolescente a quien su madre le reprocha que quiera estudiar, cuya única compañía es el gerente de una pequeña tienda de dorayakis. Éste, encerrado en un trabajo al que acude desmotivado y hastiado de la rutina que le supone día tras día abrir el puesto para atender casi en exclusiva a colegialas sin mucho que hacer. Y por último la anciana que aparece en la vida de aquellos como un ángel surgido de la nada para cumplir una última voluntad.

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La soledad, el aprendizaje de la vida y los conflictos internos vuelven a formar parte de las historias aparentemente sencillas que Naomi Kawase lleva a la pantalla con un mimo especial por tratar de extraer la esencia de las tradiciones a través del contacto con la naturaleza. Pero en esta ocasión la directora no profundiza tanto en las heridas de sus personajes como la historia requeriría, y tampoco hace alarde de la sensorialidad que define su cine. Ese cine que se siente más allá de la propia historia, como pasaba en su anterior película Aguas tranquilas, en Una pastelería en Tokio parece diluirse en pos de un relato algo capriano, tanto en el clasicismo de su narrativa como en la obviedad de los conflictos y el sentimentalismo que se desprende de ellos.

Kawase imprime su poética manera de enlazar los sonidos y los sentidos de la naturaleza en varios de los momentos del film, así como la calma y el tiempo preciso que requiere para contar el proceso de preparación del anko que cocina Tokue. Pero pronto se aleja de la elocuencia de los mismos para dialogar los conflictos del pasado de los personajes, utilizando la palabra donde ya solo con las miradas y los susurros del viento se hace innecesaria. Construye un drama amable en el que nada queda por contar, no permite al espectador concluir su historia tras lo que ocurre en la pantalla sino que cambia el simbolismo que caracteriza su forma de narrar por un convencionalismo más cercano al cine más comercial y cercano al occidental.

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Una pastelería en Tokio desprende así sensibilidad y ternura pero nos falta algo; nos falta poesía, lirismo, sutilidad frente a la prosa brusca que nos ofrece con una historia que ofrece más sentimentalismo que la espiritualidad habitual en su cine. Falta esa paciencia con la que precisamente Tokue cocina el relleno de los dorayakis para que estos tengan un sabor único. Kawase utiliza en esta ocasión, por desgracia, relleno industrial. Efectivo pero algo insulso.

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