28 de marzo de 2024

Críticas: El hijo de Saúl

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El quijote de Auschwitz.

Hay momentos de la Historia del cine en los que parece que ya nada más se puede aportar acerca de un tema. La redondez de forma y fondo que envuelve a El silencio de los corderos (The silence of the lambs, Jonathan Demme, 1991) convierten a esta obra en uno de esos puntos de inflexión, y el título honorífico de “La Película de asesinos en serie” se acepta de buen grado entre el público y la crítica mundiales. Pero cuando parece que ya no se puede revisitar el género sin aportar algo ya visto, aparece uno de los portentos del cine estadounidense actual, quien, en su segunda película, baja a los infiernos para llamar a las puertas del cielo y reclamar su asiento en el salón de la fama del Séptimo Arte. Corre el año 1995 cuando David Fincher presenta Seven (Se7en), una obra que se codea con su predecesora cronológica y con la que se disputa la corona.

Su talento narrativo, sumado a su enfermizo perfeccionismo, coloca a este director en un estado de perenne inconformismo en el que nada es suficiente. El género debe revisitarse. En 2007 retoma la temática psicópata con Zodiac, pero el enfoque es opuesto. Su capacidad inventiva no se agota y se supera a sí mismo con un trabajo más ingrato tanto para el creador como para su audiencia. Una vuelta de tuerca más, un paso más allá, un nuevo reto, un listón más alto. Y lo vuelve a superar. Revisitar el género para desenfocarlo, para reenfocarlo, para recolocarlo, para descubrir nuevas grietas que explorar.

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Pocos temas han sido más veces abordados que el de la Segunda Guerra Mundial. El conflicto que determinó el destino de occidente a lo largo de la segunda mitad del siglo XX es demasiado importante como para dejarlo de lado, por lo que su relevancia en el plano cinematográfico es comprensible, y más cuando la comunidad judía estadounidense tiene intereses económicos y mediáticos en una de las industrias propagandísticas más arrolladoras que existen: Hollywood. De pocos asuntos se han escrito más guiones y filmado más películas, y la barbarie nazi se lleva la palma en lo que a enfoques se refiere. Esta amalgama de géneros –del puramente bélico al drama histórico– ha acumulado una infinita lista de títulos que han exprimido el asunto hasta la saciedad, haciendo aun más complicada la posibilidad de encontrar una nueva vía narrativa que aporte luz a un túnel de oscuro desgaste. Y es precisamente esta situación la que provoca que El hijo de Saúl (Saul fia, László Nemes, 2015) cobre especial importancia dentro del panorama en el que se engloba.

Poco más se puede decir acerca de los campos de concentración. La barbarie cinematográfica nunca se aproximará a la realidad, pero eso no impide que se amontonen las obras que hayan intentado captarla. La idea general está clara, y, a falta de nuevos aportes históricos que representar en imágenes, la reinvención queda limitada a la forma. El director húngaro lo sabe, por lo que no pierde tiempo tejiendo un guion complejo, que escribe junto a Clara Royer, aunque nada hace pensar que sus intereses se encuentren en el fondo de sus obras. Hijo del también realizador András Jeles, su pasado viene marcado por su labor de asistente de dirección de uno de los formalistas más importantes del Viejo Continente, su compatriota Béla Tarr. Ya sea por influencias del maestro o por la potenciación de un interés preexistente, su filia por la investigación en la puesta en escena queda patente en su opera prima, El hijo de Saúl, un brillante trabajo con el que no sólo accedió a la Sección Oficial del pasado Festival de Cannes, sino que se alzó con el Gran Premio del Jurado.

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Huyendo de las grandes panorámicas bélicas o de la intensidad dramática que se establece entre el público y unos personajes condenados a la tragedia más nefasta, Nemes tiene claro su planteamiento formal, y éste pasa por la inmersión en la visión de su protagonista, forzado a la deshumanización del autómata y aislado del resto de presos, no sólo en el plano emocional sino en el puramente cinematográfico. Haciendo uso de un despliegue narrativo aparatoso por lo exigente que resulta para el espectador, pero apabullante por su coherencia interna, contundencia e inteligencia en la conversión a imágenes, el autor coloca la cámara detrás del hombro del protagonista, cerrando el plano y minimizando la profundidad de campo para individualizar la vivencia de la audiencia. El protagonista, Saúl, nos conduce por los laberintos del terror de este campo de concentración, una decisión que por momentos recuerda a los recorridos erráticos y desconcertantes de la mano del protagonista de Qué difícil es ser un dios (Trydno byt bogom, Aleksey German, 2013). Vemos lo que Saúl ve y lo vemos como él lo ve, lo que mayormente significa no ver, no querer ver, mirar para otro lado. Cuerpos aparecen ante la cámara sin que se reconozcan las caras, sin que se observen siquiera, lo que despersonaliza las acciones de las personas que rodean a Saúl y elimina la posible humanidad que todavía pudiera existir en este grupo de seres biológicamente vivos pero forzados a la muerte interior. A esto se le suma la representación de toda la barbarie, que queda en fuera de campo, en ese intento por huir de la violencia extrema y la vejación. Una propuesta que magnifica, desde la traicionera imaginación, los acontecimientos que se nos sugieren pero rara vez muestran; una sinfonía de desgarros vocales y abolladuras metálicas, de esas que, por mucho que uno se esfuerce en no oír, acaba escuchando.

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La profundidad de campo juega un papel fundamental en El hijo de Saúl, variando en función del momento de la trama. Normalmente desenfocado, el fondo del plano se hace visible sólo cuando Saúl decide compartirlo con el público al prestarle atención. Habituado a sus labores del Sonderkommando –presos de los propios campos de concentración escogidos para trabajar en las cámaras de gas y crematorios–, su patética supervivencia se ve trastocada por el descubrimiento del cadáver de un joven que, sin que en ningún momento llegue a quedar claro, se esfuerza en autoconvencerse de que se trata de su propio hijo. Se despierta en él una irracional lucha por darle un entierro digno, un atisbo de humanidad al que se aferra cuando la esperanza hace tiempo que desapareció. Gracias esta aventura suicida, se descubren los bajos fondos de la cara más salvaje de la muerte, donde el contrabando y las asociaciones clandestinas encuentran su hueco y maceran un motín desesperado; la esperanza grupal colisiona con los esfuerzos de un protagonista luchando contra la marea del horror. Una odisea infinita, a golpe de planos secuencia, en busca de una catarsis redentora con la que recupere ese último halo de humanidad, y de dignidad, que se ha convertido en el único sentido de una vida hace tiempo arrebatada.

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