24 de abril de 2024

Críticas: Children of Sarajevo

La depravación moral de una sociedad por los ojos de una huérfana de la guerra que abraza el Islam como salvación.

La película de la directora Aida Begic no es fácil. Huye de los sentimentalismos fáciles y desde el primer instante «condena» a la cámara a seguir a la protagonista en todo momento. Ella es nuestra mirada ante el relato que acontece y en todo momento vamos a tomar partido por su persona.

La condena de la cámara es una forma de hablar. Es un uso que a muchos hará recordar los largos planos secuencia de Gus Van Sant en Elephant (aunque desde luego el director americano no inventó nada). La directora nos quiere meter de lleno en esa cabecita, sin necesidades de ver su rostro; vemos lo que ella observa. ¿Para qué un primer plano innecesario de alegría o tristeza? Eso nos introduce de lleno en el personaje aunque suma frialdad, no como algo negativo sino como algo buscado y justificado; a su alrededor, el mundo de la protagonista está regido por las leyes de la corrupción, la falta de ética o moral, la ley del más fuerte y la búsqueda de dinero fácil a toda costa. Un mundo, en resumen, injusto y frío así retratado desde la cámara.

La cinta nos muestra a dos huérfanos de la guerra que sobreviven como pueden en la Sarajevo actual. Un incidente aparentemente insignificante, la pelea en la escuela entre dos niños, uno de ellos hermano de la protagonista, desencadena que Rahima, nuestra heroína, descubra la verdadera vida que lleva el pequeño de la casa y no pueda hacer nada mientras el control de su hermano se le escapa de las manos para ir a parar a la mafia. Rahima intenta hacer frente a todos menos a su hermano, al que no se muestra nunca excesivamente dura. Todo es una derrota anunciada de una pequeña bola que cada vez se va haciendo más grande e imparable.

Si hay alguna cosa en lo que se pongan de acuerdo todos los habitantes de Bosnia es en la vergüenza que sienten hacía sus políticos. Una clase dirigente corrupta y clientelista, experta en dar la mano a los mandatarios extranjeros con una mano y en robar a su propio pueblo con la otra. La cinta nos habla de esto, pero globalizado en una decadencia moral sin atisbo de mejora. Recuperando una frase de Maldito Bastardo, Bosnia marcha porque tiene que marchar, en una especie de milagro del que todos y nadie son responsables. Sarajevo marcha, pero desde luego no avanza. Rahima tiene que hacer frente a titanes que sabe desde el primer instante que no puede vencer aunque al ser uno de los pocos personajes morales que aparecen, se niega a jugar a su juego, lo que la convierte en una luchadora consciente de su derrota con una gran dignidad. Porque ante todo, Rahima aparece como una persona digna.

A lo largo de la película aparecen hasta tres momentos fílmicos de la guerra que asoló Bosnia. Una es al inicio, cuando unos niños cantan y ríen en algo que podría ser una navidad en un sótano mientras se escucha el sonido de las bombas y la metralla. Inmediatamente cortamos para descubrir a nuestra protagonista en la actualidad. La idea es clara, cualquiera de los niños que veíamos podría ser ella, que ha crecido sin padres.

La cinta dice muchas cosas que no se explican detalladamente, como la guerra sorda entre los hermanos a cuenta de que la mayor ha decidido llevar el pañuelo musulmán cubriéndose el pelo. Poco o nada se dice al respecto, pero queda claro que Harima ha decidido aferrarse al Islam como un bálsamo entre tanta decadencia mientras que su hermano ha abrazado el camino de conseguir dinero de manera rápida. Ninguno de los dos entenderá jamás al otro, por muy unidos que estén por la sangre. No obstante, todavía se quieren.

Los dos personajes desaparecen, al final, entre la niebla del incierto porvenir. Porque al final la cinta no va de superar los obstáculos que se encuentran por motivos ajenos (o no tan ajenos) a ellos, sino de volver a ser una familia, aunque no haya futuro.

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