
Testamento de estrellas
La mayoría de las veces la representación de la vejez en el cine está cortada o por el miedo a la decrepitud o por la ternura a nuestros mayores. O villanos de una película de terror o adorables niños grandes. Cuando están aquejados de alguna dolencia despiertan nuestra compasión, pero cuando amenazan con acabar con nosotros, las arrugas se nos antojan el mayor de los males. Amén de excepciones, en el momento en el que los ancianos no se limitan a ser personajes secundarios de apoyo y adquieren densidad y peso dramático provocan el horror o el más grande de los afectos. La gran escapada apela a esta segunda faceta, casi universal, de historias inspiradoras que, tomadas con sentido del humor, reblandecen el corazón de cualquiera.
En la línea de películas como El abuelo que saltó por la ventana y se marchó o la también británica El inglés que cogió la maleta y se fue al fin del mundo, La gran escapada (o más concretamente, “El nonagenario veterano de guerra que se escapó de su residencia para acudir a la conmemoración del Día D”) retrata una pequeña gran escaramuza donde el peso de los años sobredimensiona cada pequeño obstáculo. A sus 89 años, Michael Caine coge las riendas de la historia real de Bernard Jordan, que tomó parte en el desembarco de Normandía y a quien en 2014 le entró la imperiosa necesidad de acudir al 70 aniversario del suceso.
Y aquí es donde La gran evasión se convierte en leyenda, con las omisiones y desfiguraciones que esto conlleva, ya que aparentemente la residencia en la que vivía con su esposa Irene no podía impedirle viajar, por lo que técnicamente no hubo “escapada”. Lo que ocurrió realmente fue que a Jordan no lo pudieron apuntar a un viaje organizado por lo que, ni corto ni perezoso, se levantó bien temprano para, sin avisar a nadie, recorrer los 500 kilómetros que separan Hove de Ouistreham. Una vez se percataron de su ausencia dieron la voz de alarma y los agentes de policía que lo buscaban popularizaron en Twitter el hashtag #TheGreatEscaper.

Gracias a esta ocurrencia una sonrisa se dibujó el 6 de junio de hace diez años en la cara de los internautas, seguramente alegrando el día de muchos que odian su trabajo, y también dando razón de ser a la parte del filme capitaneada por Glenda Jackson. Interpretando a la esposa de Jordan, la actriz británica nos brinda aquí su canto de cisne, en el que da vida a Irene, quien cubre a su marido el tiempo suficiente para que pueda llevar a cabo su escaramuza en un acto de amor desbordante, pero no solo.
También baila al ritmo de viejos vinilos, se postra aquejada de dolores, revive momentos de los albores de su relación con Jordan y mantiene conversaciones intergeneracionales con la joven cuidadora interpretada por Danielle Vitalis. Sí, de seguro La gran escapada trata de la aventura de su marido, pero ésta no se sostendría sin el contrapunto que ofrece su espera.
Caine y Jackson coincidieron ya en 1975 con La inglesa romántica, interpretando a una pareja quizá no tan tierna como la que aparece en La gran escapada. Ambos firman su último filme: él tira de oficio dotando a su personaje de la silenciosa gravedad que acompaña al recuerdo, aunque también hace uso del sentido del humor, dejando finalmente una nota optimista antes de retirarse. Jackson rueda las últimas secuencias antes de su muerte con una comprensión física y psicológica del amor mayúscula, algo que ya demostró en sus intrincados dramas románticos de los 70. Las dos leyendas combaten los achaques de la edad para elevar un guion bastante simple, perezoso incluso.

Al final la escapada es lo de menos, ya que los fantasmas de Jordan no son tan aterradores como los que asolan al camarada que conoce en el ferry de camino a Francia. El personaje interpretado por John Standing comparte con algunos alemanes y otros veteranos de guerra un pasado traumático más inquietante, pero el guion apenas se molesta en explorarlo. Eso, añadido a la mediocre dirección de Oliver Parker (responsable de la infame adaptación de El retrato de Dorian Gray de 2009), deja al descubierto una insulsa muestra de sentimentalismo ante la que tan solo el personaje de Danielle Vitalis parece reflexionar cuando deja caer que a todo el mundo le parece bonita la guerra en retrospectiva.
Restando los descafeinados homenajes militares y unos flashbacks innecesarios y de poco gusto estético, nos queda la relación entre Irene y Jordan que, elevada por las interpretaciones protagonistas, convierte el viaje de regreso en el pilar emocional de la cinta. Ambos se profesan un amor infinito difícil de creer y que apela a la lágrima fácil, pero que no por ello deja de resultar efectivo.