Venganza, sangre y legado
En el contexto de mercantilización nostálgica en el que nos hallamos envueltos, parece inevitable que toda película medianamente popular, o cuyo estreno haya transcurrido el suficiente tiempo atrás para haber generado seguimiento, reciba una secuela legado o tributo fílmico décadas después. Bien es cierto que algunos taquillazos se prestan más a la continuación que otros, y el que nos ocupa parecía poco indicado para dicho tratamiento, el cual se ha llevado a cabo con la veintena de años transcurridos como detonador principal. Sin embargo, la implicación del realizador de la primera parte en el proyecto ayudó a alzar el entusiasmo y confianza hacia lo que estaba por venir.
Era por lo tanto un evento apuntado en el calendario por muchas empresas mediáticas y cinéfilos el estreno de Gladiator II, regreso de Ridley Scott a los entresijos de la avaricia, el honor o la venganza del imperio que cuenta como puntas de lanza con talentos de la talla de Paul Mescal, Pedro Pascal o Denzel Washington (así como con el regreso de Connie Nielsen). Un filme vigoroso que hará las delicias de los adeptos a las hazañas del Máximo Berilio de Rusell Crowe y que atesora suficientes virtudes como para captar el interés de nuevas generaciones.
También una aventura de estructura reconocible que descompensa la balanza de su cadencia conforme se avalanza hacia el desenlace, y a la que sus rasgos tonales de exaltación sensiblera nostálgica atan en corto a la hora de crecer. Pese a ello, un filme sólido y estimable, un buen exponente de aplomo en el endeble cine comercial norteamericano. Cine al que le trae sin cuidado el rigor histórico pero que sabe detectar y reproducir el aspecto más apasionante de la Antigua Roma: la grandeza de sus ideas y la violencia de sus confrontaciones en todos los estamentos de la sociedad.
Scott firmó un péplum inesperado por su contexto entonces, y Scott vuelve a firmar un péplum todavía más anómalo ahora. Un exponente de cine de gran envergadura de producción, desafíos logísticos y complejidad de coreografía y planificación que han perdido presencia en nuestras carteleras en las últimas décadas conforme han dejado de contar con el favor del público. Cine pleno de energía y de eminentes resonancias clásicas que apuesta por el vestuario, el decorado y el impacto sensorial de una realización multicámara con decenas de personas en plano y decorados pantagruélicos. Este crítico puede enumerar y guardar para el recuerdo una poderosa secuencia de batalla entre ejércitos con la que abre el filme, y una sucesión de instantes que capturan con el sentido del espectáculo hollywoodiense las jerarquías del Imperio y su volumen humano entre los diferentes organismos que lidiaban con el poder.
Los ecos que cualquier espectador podrá encontrar entre el relato presentado y la realidad en la que habitamos supone uno de los mayores aciertos de una propuesta de discurso vigente y comprometida convicción con unas ideas morales sobre el hombre y su organización en sociedad. La mirada de Scott hacia la gangrena del poder es crítica, y su burla de la corrupción es tan histriónica como vehemente en el grado de mezquindad recreado. El pueblo de Roma ha perdido la fe y esperanza hacia sus estamentos de poder, y la beligerancia de los guerreros de la ficción bien puede ser interpretado como una sugerencia por parte del británico para que los ciudadanos contemporáneos tomemos el rumbo de nuestro destino desde una posición más activa y consciente.
Esta secuela es más rica en devaneo político en la sombra y drama novelesco de maquinación que su predecesora, más afanada en el relato humano de grandeza dramática, si bien estos rasgos son mejores ideas que resultados obtenidos. Un subtexto que dota de dimensión pero limita el vuelo expresivo de la aventura.
Drama político, sí, cine histórico, también, pero la faceta en la que Gladiator II destaca especialmente es como largometraje de acción y combates sobre la arena de Roma. Batallas cuerpo a cuerpo cruentas y explosivas, ricas en glóbulos rojos y diálogo de espadas y puños. Una presencia explícita agradecida entre tanto audiovisual pacato, que tiene como dos focos brillantes de fuerza cinematográfica un instante con primates y una naumaquia desproporcionada. Set pieces imponentes por lo tanto, que demuestran que nos encontramos ante un exponente en el que el todo es igual a la suma de sus partes. Y rasgos distintivos que reivindican la sala de cine como el espacio indicado para apreciar unos fastos que deslucirán en nuestros televisores.
Si hay una destacada fortaleza de este guion es su habilidad para construir personajes interesantes llenos de aristas y ambigüedades. Héroes con heridas, dirigentes débiles o mercaderes con agendas personales cuyas raíces se extienden entre uno y otro bando. Personas en distintos momentos de sus respectivas vidas que prolongan en su recorrido relatos mayores a ellos, que les precedieron y les seguirán tras sus muertes. Lealtades veladas y sacrificios simbólicos ante el clamor del pueblo para lograr triunfos personales que, en el caso de protagonista y antagonista, persiguen ser cauce del legado inconcluso de los luchadores de sus linajes.
El filme es lo suficientemente sólido como para haber funcionado como un ente propio, pero lamentablemente no se le confiere ese privilegio. El altar se adueña gradualmente del nudo, una vez todos los personajes y sus subtramas convergen, e incluso se materializa en plano en un par de secuencias en las catacumbas del Coliseo. La invocación del pasado como leyenda activadora de sensaciones cálidas, burda herramienta para lograr en el espectador una asociación de ideas de percepción cualitativa que jamás corresponde con el filme presente. Pero el más perjudicado de este fenómeno de romanticismo de la memoria es el protagonista interpretado por Mescal, que por encarnar un canal de resurrección de la gloria caída pierde la oportunidad de crecer como héroe en sí mismo, quedando por lo tanto desdibujado con respecto al resto del reparto.
El calibrado de tempos para cada parte del argumento es el mayor de los problemas que Ridley Scott no sabe navegar, especialmente cuando el personaje de Denzel Washington se apodera del peso dramático de la película. La desembocadura conjunta de fatalidades y batallas previas a la conclusión purificadora es ruidosa y atropellada, apoyada además en ralentíes que, junto con fondos digitales desvaídos, suponen las decisiones estéticas más desafortunadas de un largometraje poco memorable en sus imágenes. Pocas son las veces que abandona el realismo del relato, y las secuencias en las que lo hace su indefinición lánguida les resta efectividad sensorial.
Violenta, épica y esperanzadora, Gladiator II es un opulento sumario de luchas más grandes de la vida que exhibe el oficio de sus veteranos pero se ata a vivir bajo la sombra de su predecesora. No replica su frescura ni abre nuevos caminos expresivos para hipotéticas y probables extensiones, amén de recurrir a exaltaciones populistas verbales y estrategias toscas de fetichismo nostálgico. Pero considerando lo improbable de la propuesta, su razón de ser y su contexto, el filme presente destaca con respecto a otros blockbusters contemporáneos y a películas recientes de Ridley Scott.
La veré para corroborar lo que dices
Aunque a contrapelo doy la razón a Néstor Juez en considerar 1) que el legado de la secuela ata en corto a Gladiator II que cae a ratos en una nostagia ñoña y 2) el tempo que se imprime después del nudo gordiano es desafortunado. Aunque Néstor no aborrece de las escenas multicámaras, yo sí me reniego a ver un duelo de gladiadores desde más perspectivas que un saque indirecto de Messi. Ah, mescalizar la película acabó con el aura estoico que inmortalizó Crowe.