5 de diciembre de 2024

Crítica: Por donde pasa el silencio – Camino de vuelta

Por donde pasa el silencio

Camino de vuelta

Recuerdo hace años sentirme conmovido con el final de El camino de Miguel Delibes, cuando el niño protagonista se muda del pueblo a la ciudad.¡Santa razón tenía este escritor sobre la pérdida de la inocencia y la mentira del progreso! Eso de que se mejora al emigrar a la capital ya sonaba sospechoso. Y en los últimos tiempos, más de setenta años después, el cine rural (de Alcarrás a Cinco Lobitos, de Creatura a 20.000 especies de abejas) demuestra un retorno nostálgico de directoras que buscan tratar temas como la sexualidad, la maternidad o el arraigo por la tierra. Algo pasa. O, como asegura Sara de la Fuente, productora de Por donde pasa el silencio, algo habrá allí que busca ser contado.

La historia real de los hermanos Araque (Antonio, Javier y María) compone el guion del que es el primer largometraje de Sandra Romero. La directora regresa a su Écija natal alejándose del formalismo estético de su cortometraje El perro de un torero para imbuirse cámara en mano a los convencionalismos (algo manidos) de este cine campestre del que hablábamos, retratando la realidad de una familia a la que conoce de toda la vida.

Por donde pasa el silencio

En su caso, Romero se centra en el impacto de la enfermedad en la familia desde la perspectiva de Javier, discapacitado con cifoescoliosis y hermano mellizo de Antonio. Resentido con él, con quien comparte cumpleaños pero cuya salud distancia, no dejará de mostrarse cercano tanto para el cariño como para el rencor. Su negativa a operarse, su actitud obcecada en “vivir la vida” con todos sus excesos, preocuparán tanto a su mellizo, recién llegado de Madrid, como a su hermana, atrapada en un trabajo que la hace tremendamente infeliz. La visita por Semana Santa de Antonio, punto de inflexión en sus vidas, se revela ante María como una descorazonadora vía de escape, y ante Javier como el regreso de un desertor.

Aunque con el estilo naturalista propio del “subgénero” neorural, con abundancia de planos cerrados en movimiento y diálogos realistas con acento del interior de Andalucía, Romero toma decisiones de corte formalista que subrayan y apoyan los sentimientos de sus protagonistas. Así nos presenta con el ritmo de la cámara al camello del pueblo, personaje secundario que vende cocaína a Javier, pero con quien Antonio mantiene relaciones sexuales, hecho que lo coloca en una encrucijada. Así también los perros (los animales juegan un papel central) reconocen a este hermano como a un extranjero desde la primera escena, e incluso llegan a sublimar su miedo por la salud de Javier, quien considera a estos animales de compañía “su familia”.

Romero también juega con los planos de espaldas, como en la escena de sexo entre Antonio y el camello. En ella, parece centrarse en esta parte del cuerpo, conectando la secuencia con el momento en el que Javier muestra en pantalla las radiografías de su curvada columna, tratando de objetivar su dolor ante los ojos de su hermano.

Por donde pasa el silencio

Al margen de sus aciertos formales, así como de una retrato de clase valioso (que se desprende en especial del personaje de María), la cinta parece dar vueltas sobre sí misma, y sufre al no poder diferenciarse lo suficiente del resto de películas con las que está condenada a ser comparada. Y es que tal vez lo más destacable de Por donde pasa el silencio sea la honesta interpretación de Javier Araque, rodado sin un ápice de condescendencia por Romero. Su rango dramático a la hora de representarse a sí mismo, aunque con toques de humor, alcanza su esplendor en un envenenado abrazo a su hermano Antonio.

El debut de la directora astigitana también se beneficia de la breve presencia maternal de Mona Martínez en una cinta en la que (paradójicamente) se relega al silencio a sus últimos compases: un triste éxodo familiar anticipado nuevamente por los perros; un giro de 360 grados de regreso al clásico de Delibes. No aprendimos nada.

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