16 de abril de 2024

Críticas: El dictador

El humor de Sacha Baron Cohen vuelve a las pantallas, en esta ocasión con la parodia de un tirano.

El tándem formado por el actor y coguionista Sacha Baron Cohen y el director Larry Charles venía de obtener dos éxitos considerables con Borat (2006), tan amada como odiada y de la que me declaro fan absoluto; y la posterior Brüno (2009), repetición menos afortunada de la fórmula en la que ya se notaban ciertos síntomas de agotamiento. Si bien no se puede decir que en El dictador sigan punto por punto el mismo esquema, comenzando por el abandono de la supuesta cámara oculta, el estilo de humor es fundamentalmente similar. Aunque también experimenta algunos cambios que, pese a ser a todas luces necesarios, al final pueden terminar por considerarse más bien un retroceso.

Baron Cohen interpreta en esta ocasión al General Aladeen, un tirano que debe abandonar temporalmente el pequeño país africano al que tiene sometido para viajar a una cumbre en Estados Unidos donde las circunstancias harán que se vea suplantado y obligado a empezar de cero. Aquí entra en juego la similitud comentada: el humor debe surgir de la indignación que despierta el personaje y su falta de adaptación a un entorno completamente ajeno. Pero es entonces cuando aparecen en órbita otros personajes que no funcionan tan bien y provocan que el desarrollo, a pesar de su brevedad, se agote prácticamente en cuanto lo hace la premisa inicial.

El punto de partida de El dictador se consume en sus interminables referencias, que parecen querer hacernos ver que estamos ante la sátira política de nuestro tiempo definitiva cuando en realidad no veo para tanto. Sinceramente, no soy tan ingenuo para creerme que un producto financiado por grandes empresas como el que nos ocupa vaya a meter el dedo en la llaga, ni pido que lo haga. Se trata de un humor muy bestia y escasamente complaciente con la realidad, pero creo que no hay que confundir eso con una crítica profunda. Claro, que tan erróneo me parecería alzar El dictador a esa categoría como negar su potencial cómico debido únicamente a su relativa inocuidad satírica. Reírse de ciertos tópicos que rodean a los regímenes totalitarios no me parece un atrevimiento descomunal, que tal vez sí sería poner en tela de juicio los valores de otro tipo de sociedad. El discurso de la película de Larry Charles puede resultar algo ambiguo a este respecto, pero ese no me parece en ningún caso el tema principal. Lo que, personalmente, me interesaría saber es si merece o no la pena entrar a pasar un rato con ella. Como ocurre con casi todo hoy en día no faltará quien se escandalice, claro, de uno y otro lado.

Para el que esto suscribe, el hecho de ver una comedia que gira en torno a un dictador en el que no resulta difícil –es más, el guión se encarga de explicitarlas constantemente– encontrar referencias reales, esté quien esté detrás de ella, ya es un aliciente de partida. Como he comentado no me parece un riesgo excesivo, ni necesito que lo sea, pero con todo supone algo alejado del esquema de comedia comercial que estamos acostumbrados a ver, incluso una cierta renovación. Ahí están, para mí, las grandes cara y cruz de la propuesta: hasta que los chistes acaban por repetir se ha sacado a la luz un filón tremendo, un personaje que puede trascender lo cinematográfico –ya lo vimos en la pasada entrega de los Oscar, donde Baron Cohen hizo una de las mejores promociones posibles para la película–. El problema es que resulta complicado no esperar algo más de una premisa así, que cultiva demasiado los tópicos de los que se ríe y acaba cayendo en mostrar cameos de celebridades o en episodios poco lúcidos como el robo de la barba y el forzado parto en la tienda. Ahí se nota la importancia que, además de lo genial del personaje, cobraba el formato en la añorada Borat.

En El dictador también tenemos una historia de amor. Obviamente su visión está igualmente integrada en la parodia, pero ya no se trata de una inocente obsesión como la de Borat por Pamela Anderson, es la atracción que siente Aladeen por una activista perroflauta que regenta una tienda ecológica y desconoce su verdadera identidad. Se supone que la gracia está en lo novedoso de la situación para el protagonista y en el choque entre opuestos, pero tanto el personaje femenino como la deriva argumental que acaba tomando esa relación no me convencen. Otras tramas con peso como la del doble tampoco acaban de estar a la altura, y todo queda prácticamente reducido a gags.

El dictador, pese a sus momentos de inspiración, es seguramente la película con la que menos me he reído de la suerte de trilogía que forma junto con Borat y la pasable Brüno. Valorada como entretenimiento veraniego, puede situarse bastante por encima de una media no demasiado elevada. Y nos queda, además del personaje, una banda sonora –con canciones como esa versión en árabe del Everybody Hurts de R.E.M.– que podemos encontrar en Spotify, aunque no cobre el mismo sentido que junto a las imágenes.

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