29 de marzo de 2024

Críticas: La cueva de los sueños olvidados

Werner Herzog sorprende con un documental sin precedentes sobre las pinturas rupestres de la cueva de Chauvet en 3D.

Un documental como La cueva de los sueños olvidados puede convertirse en el reflejo de su autor y al mismo tiempo proyectar su sombra en sus descubrimientos. Werner Herzog nos sitúa a su mismo nivel para ver, con todo lujo de detalles y en tres dimensiones, sus hallazgos dentro de la cueva de Chauvet gracias al permiso exclusivo que consiguió. Realmente nos desvela la otra cara del turismo ante los descubrimientos: ¿hasta qué punto debe ser un hallazgo arqueológico algo público? En el caso de las creaciones pictóricas más ancianas integradas y expuestas en su entorno natural únicamente quedaba una vía de conservación debido a sus condiciones especiales: la científica. La cueva de Chauvet, recordemos, contiene las pinturas rupestres más antiguas desde que fue descubierta en 1994 y el tiempo quedó congelado en esa cueva ‘de los sueños olvidados’ hace 30.000 años. Detenido y suspendido en unas pinturas que parecen realizadas ayer, pero demasiado frágiles para ser explotadas comercialmente mediante el turismo. Esa fosilización del instante llevó al cineasta a reflejar el interior en tres dimensiones para conseguir imitar sus sensaciones en su interior.

Este documental, por lo tanto, establece un pulso entre el sentimiento del cineasta ante esos descubrimientos y su labor informativo. Ese enfrentamiento y choque diverge en una sucesión de encuentros y testimonios para hallar el pasado desenterrado allí. En la cueva, por ejemplo, hay numerosos restos de animales pero ninguno humano. En teoría se trataba de una cueva utilizada para rituales y es buen momento para que Herzog hable, a través de sus hallazgos, de la espiritualidad que conlleva toda obra. Ese arte prehistórico no es en absoluto primitivo, ya que establece una representación de la realidad y el intento de recreación del movimiento sin desviarse en absoluto sobre el arte representativo. Y ese arte dentro del cine lo ejerce el documental. El círculo, queda así, completado.

Herzog parece en cierta medida preocupado por hacer llegar al espectador el sentimiento de encontrarse en el interior de esa cueva milagrosa. Desea que ese milagro que sintió él sea revivido al otro lado de la pantalla. Lo prueba con todos los sentidos… Mete en el interior una ‘nariz’, consulta sobre la música que pudo sonar en interior de esas paredes o qué comían y en qué creían esos hombres que transitaron en su interior. Quiere viajar a ese preciso instante… pero, ¿es posible sentir estar allí, en un lugar inalcanzable salvo para unos pocos privilegiados? Más allá del cybertruismo está el cine como representación y con el paralelismo que conlleva respecto a esos artistas (uno con el meñique doblado) que recrearon aquello que verían en el exterior en los muros del interior de esa cueva. La sensación de crear movimiento también era la preocupación del ese hombre prehistórico y genéticamente nada distante a nosotros. Lo interesante es la capacidad que tenían por crear otro mundo… como lo tenemos nosotros. Realmente no hemos evolucionado demasiado pese a cambiar completamente la naturaleza que nos rodea. Tal vez sea el motivo por el que se nos comparan los patrones de feminidad y cánones de fertilidad trazados por la curva y diámetro del pecho femenino: desde la Venus de Willendorf para llegar a Los vigilantes de la playa y Pamela Anderson

El director reconoce que hizo su propio casting y se nota que quiere dejar su huella implícita. Herzog es tan protagonista en La cueva de los sueños olvidados como Michael Moore en sus documentales. Pero ese ‘ombliguismo’ deja otro tipo de huella y sello implícito en la obra, como si el propio cineasta también hiciera sus representaciones invisibles sobre los muros de la cueva que se ha convertido en celuloide ante nuestros ojos. Parece querer buscar personajes que pudieran figurar y orbitar alrededor de toda su filmografía: un arqueólogo que tiempo atrás tuvo una vida como artista circense, un todo señor friqui vestido como un esquimal tocando una flauta de marfil y el himno americano, otro señor friqui que ejerce de nariz y que obviamente no huele a nada cuando le llevan allí (¿¡qué ‘narices’ iba a oler después 20.000 años!?), otro señor friqui haciendo su momento-homenaje a Jackass tirando una lanza (los caballos invisibles también mueren de risa) e incluso al propio Herzog mofándose en la cara del señor friqui anterior. Como ha podido observar la palabra (castellanizada) ‘friqui’ se repite anteriormente demasiado en un párrafo cuyo tono no tiene nada que ver con los anteriores. Werner Herzog parece buscar precisamente el contraste anterior: entre la profundidad, forma y fondo de la revelación y el misticismo con condimentos peculiares y humanos que puedan generar ciertas respuestas en los espectadores.

Y es que, desde ese ‘homo-espiritualis’ que se nos presenta hasta Mitch Buchannan, la suma de contrastes es dispuesta por el propio Herzog. Nos enseñan una representación netamente zoofilica y al mismo tiempo nos hablan del misticismo no muy alejado de La isla del Doctor Moreau. Incluso se atreve a visionar el futuro mediante la ciencia ficción a modo de epílogo: los cocodrilos albinos surgidos de la era nuclear dominarán el mundo y tal vez vean la silueta de Pamela Anderson en una playa con sus iris plateados. Queda el silencio… el silencio de estar en esa cueva, como si nosotros también fuéramos esas canonizadas imágenes. El silencio en una sala de cine (una representación con butacas de una cueva) es buen momento para recapitular, recapacitar y abstraerse… también para saber quién en la sala se ha quedado dormido y quién tomó su salida para no yacer nunca más allí.

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