28 de marzo de 2024

Críticas: Sueño y silencio

Jaime Rosales vuelve, y con él un cine contemplativo del que no parece haberse despojado pese a que los resultados hayan sido bien dispares.

Y es que, si en Tiro a la cabeza Rosales comprendía más sus necesidades por progresar como cineasta que las del espectador por comprender una intencionalidad que se desgastaba a los veinte minutos de film, en Sueño y silencio consigue ir un paso más allá y recuperamos al cineasta que asombró a más de uno con Las horas del día, pero que se perdió en desaguisados que recurrían más a lo experimental que otra cosa para contar cosas que con su ópera prima había sabido transmitir mucho mejor. Porque, si por algo destaca Sueño y silencio, es por el hecho de saber preparar magníficamente secuencias sin necesidad de dilatarlas hasta extremos de esos que hacen que sus fans más acérrimos luego hablen de un cine insobornable que a servidor no le importa si es insobornable o no, si no más bien si funciona como debería. Doy fe, sin embargo, de que en su último trabajo lo hace gracias a una sutileza y perspicacia que hacía tiempo que no se atisbaban en su cine y que confieren las características adecuadas a un relato que nos habla sobre la memoria.

No convendría, sin embargo, ceñirnos sólo a ello, si no también intentar explorar más a fondo un cine que nos vuelve a hablar (como sucedía en su ópera prima) sobre personajes encerrados en un mundo que no parece ser el suyo: en primer lugar, el del abuelo que empieza a componer un marco particular y distintivo al de Las horas del día, debido a que el espectador puede entender que alguien como Jaume esté harto y encerrado en su propia realidad. No obstante, y al seguir conociendo los recovecos de una obra que merece ser revisada, nos topamos con otro (Oriol), del que quizá más allá de comprender cuáles son los motivos que le impiden volver a conocer un día a día normal, habría que plantearse si el camino por el que discurre es el más apropiado o no, aunque Rosales no lo cuestione más que por boca de sus demás personajes, y la reacción más distanciada sea la correcta (o no, nunca se sabe en el cine de este hombre).

Por otro lado, la magnífica fotografía en blanco y negro realza unas situaciones que, por fortuna, nunca terminan de teñirse de un color u otro, y en las que aunque Rosales decida mostrar a unos personajes llorando o contentos, termina dejando cierta perspectiva que resulta tan ambigua como esclarecedora; porque, por mucho que un conflicto como el de Sueño y silencio pueda dejar marcados a fuego a todos sus personajes, lo que está realmente claro es el hecho de que el único camino a seguir es el de una memoria que Jaume reivindica en el funeral (cuando su mujer le dice que ya no queda nada) y el de un olvido (si es que se puede definir así) marcado en una última secuencia que define a la perfección las intenciones de un cineasta que parece haber vuelto a nacer sin necesidad de tanta vacua parafernalia que solo servía para colapsar un talento del que uno podría estar hablando largo y tendido, pero del que es mejor recomendar el trabajo que nos atañe y volver a disfrutar de un cine tan transparente como perspicaz.

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