19 de abril de 2024

Críticas: Mi otro yo

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Isabel Coixet y el terror.

Dice Robertson Davies en el capítulo introductorio de su libro Espíritu festivo: “Creo que conozco a fondo el estilo tradicional de los cuentos de fantasmas. Es solemne y recurre frecuentemente a un vocabulario poco común con la intención de imponer respeto y temor a los oyentes. Se trata de un estilo que puede caer fácilmente en el ridículo…”. Yo creo que Davies da con el quid de la cuestión. Los cuentos de dobles o fantasmas y/o de terror psicológico (no hay espectros más temibles que los demonios interiores) se sitúan a menudo en esa línea movediza que separa lo ridículo del puro miedo. ¿Cuántas veces no nos hemos sentido avergonzados, al alba, de los temores íntimos que pueblan nuestras noches?

Isabel Coixet, respetuosa con el género, cae en lo enfático y solemne. Sabe que el otro habita en los reflejos y cristales. Abusa del susto con subida de volumen, de la cámara lenta… y se sitúa en la frontera del miedo y el ridículo. No siempre sale victoriosa en el empeño.

Prosigue Davies: “Mis fantasmas son tradicionales en al menos un aspecto: todos buscan algo. Es la razón por la que comúnmente se aparecen; buscan un objeto perdido, o venganza o justicia, y el espíritu no puede descansar hasta ver cumplido su deseo.” No diré lo que busca el ente de Coixet (fantasma o doble o ser imaginario) pero la directora juega con nosotros al despiste. La historia, desde la visión en sueños de una paliza en un siniestro pasadizo, es tramposa y poco consistente (si es que se puede hablar de consistencia en una historia de fantasmas). Busca hacernos creer lo que no es y lo hace, en ocasiones, con mañas de feriante.

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Decía que el riesgo principal de las películas de apariciones, dobles o fantasmas es lo difícil que resulta no caer en el ridículo. Pienso en Suspense, de Jack Clayton, quizás la obra más perfecta de este tipo y estoy convencido de que su mayor acierto es mantener hasta el final la ambigüedad de su propuesta: ¿existen los espectros de Quint y la señorita Jessel o sólo están en la cabeza de la institutriz? La clave para lograr la ambivalencia es mantener estrictamente el punto de vista narrativo focalizado en la protagonista de la cinta (un acierto que ya se encuentra en la novela original de Henry James). En Mi otro yo, Coixet no mantiene la unidad del punto de vista narrativo y suprime toda ambigüedad. Desvela demasiado pronto la naturaleza de lo que sucede y desarrolla no muy hábiles subtramas (la enfermedad del padre, la madre y el profesor de teatro, los celos de la compañera de colegio) que desvían torpemente la atención. Reitera efectos (ruidos, rotura de cristales) que no llegan a inquietar. Y, pese a evitar el ridículo, tampoco alcanza a estremecer. En lo tocante a los actores, Sophie Turner cumple, sin más (pienso en la espléndida actuación de Mia Wasikowska en Stoker, que debiera de haber sido inspiración para el papel de Fay en esta cinta). Los actores que interpretan a los padres de Fay, Don y Ann, sufren lo indecible por lo mal concebidos que están sus personajes en guion. Todo lo que tiene que ver con la madre es desafortunado (¿por qué se abultarán los labios las mujeres guapas en vez de envejecer con dignidad?).

El guion es francamente mejorable. Las escenitas del coche con el padre o la hija mirando desde la ventana… son casi de sainete. El primer beso, rodado cámara en mano y con temblor, es poesía sencilla y cinematográfica. El ascensor y la presencia decrépita de Geraldine Chaplin aportan algo de tensión al argumento. En fin, la cinta es un juguete entretenido.

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Si alguien me preguntara si he llegado a creer en el espectro ideado por Coixet, acudiría de nuevo a la sabiduría de Robertson Davies para contestar: “A todo el que escribe relatos de apariciones le preguntan ineludiblemente: «¿Usted cree en fantasmas?» La respuesta solo puede ser: «Creo en fantasmas tanto como Shakespeare, exactamente».” Pero, más allá de la pericia o impericia de Isabel Coixet en este género, hay un detalle que desvía incuestionablemente la atención del hilo principal. La enfermedad del padre pesa demasiado, al menos en mi ánimo de espectador. Y es que por muy terrible que pueda ser la aparición de un doble o un fantasma, no hay espectro que pueda hacerle sombra a la esclerosis múltiple.

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