23 de abril de 2024

Críticas: Jauja

Jauja

Redescubrir la frontera.

Oteamos el horizonte y soñamos con alcanzarlo. Ver lo que se esconde detrás y seguir hacia delante. Anhelamos alcanzar viejas fronteras mientras unas nuevas vuelven a desafiarnos. Siempre habrá una frontera a la que aspirar, obligando al explorador a seguir su camino mientras, de vez en cuando, vuelve la vista atrás, hacia el pasado, para henchirse de orgullo al ver lo conseguido. O al menos esto había sido así hasta no hace mucho tiempo. Ocurre que a veces el ser humano tiende a replegarse sobre sí mismo, cuando los condicionantes externos lo llevan a aferrarse a lo que ya tiene mientras lo salvaguarda con recelo, incluso dejándose llevar al equívoco de pensar que no existen más fronteras que conquistar o renegar de seguir explorando nuevos horizontes. Asentarnos en una tierra ya conocida provoca que miremos más de la cuenta a un pasado que, difícilmente, podrá volver. Pero desde el estatismo y la observación de ese mismo tiempo pretérito también podemos encontrar el combustible necesario para seguir caminando hacia delante. Incluso a partir de la puesta en crisis de aquello que teníamos idealizado. ¿Acaso la búsqueda de la frontera exterior ha dejado paso a la conquista de una suerte de frontera interior?

Jauja, la película de Lisandro Alonso, como Meek’s Cutoff (Kelly Reichardt, 2010), intenta poner en imágenes una imposibilidad sirviéndose, en cierto modo, de la desmitificación de la épica en un género clásico como el western. Desde la irrupción de la modernidad, Jauja, la tierra idílica de abundancia y prosperidad, como El Dorado, hace tiempo que se reveló en una quimera. Más aún, los personajes que deambulan por la película de Lisandro Alonso, obligados a relacionarse a través de la profundidad de campo, ni mencionan ni tampoco se plantean la búsqueda de esa tierra utópica que, en el Aguirre, la Cólera de Dios (Aguirre der Zorn Gottes, 1972) de Werner Herzog, todavía se erigía como meta de un grupo humano en pleno viaje autodestructivo hacia un no-lugar. El viaje estéril en Jauja tiene como meta el regreso a la familiaridad y la calidez de un hogar en la otra punta del mundo. Se trata de un deseo de vuelta a lo ya conocido, un rechazo a volver a cruzar, una vez más, ese horizonte extraño y ajeno. Casi como si las primeras imágenes que iluminan la pantalla fuesen las de una película ya empezada.

Jauja 2

Como el plano general con el que abría Meek’s Cutoff, el de los colonos cruzando aquel rio del que ya no volverían a saber en la salvaje Oregón de mediados del siglo XIX, del tiempo para la aventura ahora solo quedan las brasas y el hastío de unos personajes de vuelta de todo. Los pequeños gestos y los tiempos muertos se han adueñado del relato, dibujando unos personajes que dudan y rechazan su presencia en un entorno salvaje, mientras que aquellos que todavía sienten la fascinación por lo inexplorado parecen condenados a desaparecer. En Jauja, esta contraposición de miradas en horizontes opuestos aparece maravillosamente plasmada en las posiciones que ocupan, en el centro del plano, el capitán danés que interpreta Viggo Mortensen y su hija, justo al comienzo de la película. El padre, de espaldas y del que apenas podemos vislumbrar su rostro, fija la mirada en un horizonte visible mientras que su hija, a quien vemos de frente, observa melancólicamente un horizonte que queda en fuera de campo. El empuje hacia lo desconocido y el anhelo de volver a lo familiar explicitado, además, por el diálogo entre ambos personajes. Pero como ya se ha apuntado, aquellos que todavía quieren dejarse arrastrar por el sentido clásico de la aventura, por el imaginario del pasado, no serán más que fantasmas en un viaje sin billete de vuelta. Y con cantos de sirena, mientras dejan rastros y objetos para los que se aventuran a seguirles la pista, arrastraran con ellos a los que desean abandonar un lugar que ha dejado de pertenecerles. Por esa misma razón, será una clásica historia de amor prohibida entre dos jóvenes amantes y su huida la que pondrá en marcha ese viaje imposible: el de un padre que no solo está buscando recuperar a una hija que parece secuestrada del relato clásico, sino también el pasado que ella misma representa.

El capitán danés interpretado por Mortensen podría verse, en cierto sentido, como la antítesis del héroe fordiano. Aquel Nathan Cutting Brittles (John Wayne) que, en La Legión Invencible (She Wore a Yellow Ribbon, John Ford, 1949), a punto de diluirse en el paisaje crepuscular después de haber cumplido una última misión, vuelve a revivir de nuevo cuando es reclamado por una silueta que irrumpe a galope dentro del plano. En el western, el hogar del héroe fordiano está, precisamente, en esa misma frontera de la que el capitán danés de Jauja desea desentenderse. Pero la sensación de no pertenencia a ese entorno salvaje, casi virgen e inexplorado, sin embargo, va mucho más allá de la justificación narrativa en la procedencia originaria de padre e hija.

Jauja 3

En un western clásico de John Ford (o de Howard Hawks, Raoul Walsh o Henry Hathaway), el héroe, después de una jornada por el desierto sin poder echarse a la boca ni una gota de agua, muy probablemente se lanzaría sin pensar al primer remanso de cualquier riachuelo. En Jauja, el héroe, como si no se reconociera, contempla primero el deformado reflejo de su rostro en una charca para luego beber y refrescarse violentamente. En otro momento de la película, cuando el padre descubre la desaparición de la hija, la figura del héroe clásico parece revivir por unos instantes cuando el personaje se hace con un revólver. Es un impulso primario fugaz, rápidamente reprimido cuando el personaje se detiene y prepara su aparatosa indumentaria militar con sumo cuidado antes de partir. La forma en la que el cuerpo, torpemente, se abre paso a través de un paisaje hostil, es la propia de alguien que ha olvidado que alguna vez perteneció a ese mismo lugar. De algún modo, el héroe reflexivo se ha terminado imponiendo sobre el héroe reactivo del clasicismo. Cuando ambos cruzan sus miradas en aquella charca de agua estancada, condenados a no encontrarse y diluirse en un paisaje lunar, parecen hacerlo desde la misma distancia con la que Lisandro Alonso filma las imágenes. Trasladada al espectador, la distancia aparece impuesta por un formato enemigo del scope que, sin embargo, queda lejos de las intenciones claustrofóbicas del Meek’s cutoff de Kelly Richardt. En el interior de los viñeteados encuadres del hipnótico trabajo de Lisandro Alonso, también hay lugar para una belleza casi onírica.

Como película replegada sobre sí misma, capaz de observar el pasado desde una distancia fértil, Jauja se alimenta de lo viejo, construye algo nuevo y, en un quiebro casi lynchiano, vuelve a un punto de partida que ya no puede ser el mismo. Al final, un nuevo horizonte interior se nos abre mucho más allá de los márgenes del encuadre. Tan solo queda salir a explorarlo.

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