26 de abril de 2024

Críticas: Yo, él y Raquel

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Entre Truffaut y Godard, acaba ganando Spielberg.

Una bocanada de aire fresco a partir de refritos, reinterpretaciones y parodias de otras películas. Así se antoja en su inicio esta Yo, él y Raquel de Alfonso Gomez-Rejon, reciente trabajo galardonado con el premio a la mejor película así como del público en el Festival de Sundance. Y es que esta historia adolescente, ambientada en parte en un instituto, sigue la tónica del cine independiente estadounidense reciente que suele llegar a nuestras salas.

Una presentación a modo de voz en off del protagonista que nos ofrece un relato episódico de los hechos acontecidos en último año de su vida, es la excusa perfecta para iniciar un camino que consta de una dirección en perpetuo movimiento. Como las letras que fluyen en el ordenador del joven Greg y las palabras habladas con la que los espectadores le escuchamos, la cámara del realizador tejano, cercano a propuestas audiovisuales donde no hay espacio para el respiro como las diferentes sagas de American Horror Story donde trabajó, no se relaja ni un momento a la hora de explorar el universo que rodea al autor de esta historia.

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Concibe planos cenitales que evidencian la sensación del individuo perdido en un mundo que le viene grande, y al mismo tiempo sabe reflejar a la perfección la relación entre objetividad y subjetividad del mismo hecho. Así pues, tenemos la escena donde Greg y Raquel inician una conversación medio cortada en la habitación de la chica. Los planos vistos desde la espalda de cada uno de ellos indican una lejanía entre ambos que no es sino meramente emocional, como así lo constatamos al abrirse el plano a uno general que indica que tal distancia no es así en ningún momento. Al mismo tiempo, los giros de noventa grados al más puro estilo Wes Anderson también ayudan a la hora de provocar una ilusión de dinamismo que se complementa a la perfección con una transgresión musical que se vale de temas ya existentes, como la banda sonora original de El bueno, el feo y el malo (Sergio Leone, Italia, 1966) firmada por Ennio Morricone o la de Vértigo (De entre los muertos) (Alfred Hitchcock, Estados Unidos, 1958) de Bernard Hermann. Porque el elemento de las referencias cinéfilas es una constante en la primera parte de este largometraje. Greg y Earl tienen la afición desde pequeños de reinventar los clásicos continuamente, hecho que el espectador de este filme vive desde la parodia pero a su vez desde la admiración, otorgando curiosas construcciones siempre acompañadas de una sonrisa que se forma en los labios del que ama a Herzog, Hitchcock, Bergman, Truffaut, Coppola o Godard.

Y alcanzando algo más de la mitad del metraje, cada vez se hace más patente la diferenciación voluntaria entre el cine y la realidad, expresado esto desde los mismos personajes que abandonan el ala más humorística anclada en la comedia, con divertidísimos pasajes como la intoxicación drogadicta involuntaria, para dar un volantazo hacia los terrenos de la emotividad más lastimera. Greg le dice a su profesor de Historia que no piensa caer en sus sermones sensibleros y, lamentablemente, es lo que parece pretender Gomez-Rejon quien, no en forma de sermón pero sí de poética excesivamente alargada, acaba por propiciar un periplo que aborda las propias frustraciones de su protagonista y ahonda en la búsqueda lacrimógena más descarnada olvidando toda la originalidad derrochada en el metraje anterior.

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No hay cabida para algo que se salga de los esquemas establecidos, se vuelca en la abstracción como medio de comunicación y en la aparición de interminables elementos postclímax en un epílogo que se excede en demasía en su entusiasmo por tratar de emocionar a su público. Y bien seguro que más de uno y de dos se dejarán arrastrar por sus intenciones. Lo que se inicia como un juego libre que escapa de los convencionalismos al más puro estilo Godard y Truffaut de los primeros años, acaba por caer en el melodrama más cercano al cine de Steven Spielberg.

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