«El viento se levanta. Debemos tratar de vivir.» Paul Valéry
Hayao Miyazaki deliberada o inconscientemente ha preferido dejarnos como ‘testamento cinematográfico’ la historia de un soñador, desligándose en apariencia de la fantasía predecesora que emana de su filmografía y centrándose en los mecanismos oníricos que impulsan los sueños de todo creador. En realidad, El viento se levanta emerge como una película vital colmada de valores universales desde el prisma que le permite su oscilación biográfica, el material de Tatsuo Hori y de una labrada sensación orgánica que hace vibrar el conjunto. Nos habla de un mundo pasado, pero en absoluto lejano, cambiado y ligado por las guerras y la revolución tecnológica e industrial, en el que los genios de la aeronáutica son conscientes de que las bombas y armas que llevan sus sueños ya corpóreos un día serán cambiadas por personas… tal vez como espejismo, tal vez como autoengaño de la quimera que habita en su idealismo. Miyazaki se mueve libre y transparente como el viento en el material sin querer posicionarse, como un espectador que desea ensamblar la historia de Jiro Horikoshi (y por extensión de Gianni Caproni) a través de un manto onírico que instaure el fondo de su película y una concesión y elemento fantasioso (que no fantástico).
Caproni ejerce de guía inspiradora y moral para Horikoshi haciéndole ver que las máquinas de matar que han diseñado ambos son un tránsito y precio para poder plasmar sus sueños de infancia. Miyazaki, por el contrario, prefiere evitar el dilema y centrarse en esos diez años en los que se nos indica se agota la vertiente creativa de todo genio, ofreciendo un prólogo que marque el destino de su héroe, que nos plasme sus valores, visiones y que converja con los de su propio país. Japón es divisado desde la pobreza, la depresión o el desempleo de principios del Siglo XX, punteando que los unos dejarán de confiar en los otros, dando paso al fascismo, a la pérdida de libertad y sirviendo de coartada para que la guerra se entrometiera sobre la belleza de ese mundo que el director de El viaje de Chihiro se encarga de subrayar. El posicionamiento del cineasta puede crear controversia —cigarrillos aparte— ya que no quiere posicionar ni condicionar al espectador, simplemente centrarse en la evolución de la utopía de Jiro al sueño colectivo, pero también de sus fracasos y el precio que pagó por todos ellos.
Los sueños quedan impregnados de una maldición, condenados a hacerse realidad pero posiblemente no de la manera que elucubráramos sino que finalmente quedarán engullidos por sí mismos. Los aviones soñados volverán a ser parte del cielo y se perderán allí, como si fueran las nubes aquellas que nos recuerden que una vez existió perfección en su propia crueldad. La cinta desea funcionar por su diseño nítido y una simplicidad tan grácil y aerodinámica como los aviones con los que idealizaba Jiro a través de una desnuda espina de caballa. La guerra está siempre allí, como subtexto y fondo sobre el vemos aparecer militares, sombras acechantes y la atmósfera cada vez más respirable a medida que avanza la cinta de un gobierno que ansiaba edificar un imperio. La creación fue mancillada y reconvertida en un arma de matar pero el ingeniero no es ajeno a esa finalidad, conoce su sentido e incluso se atreve a ironizar con la misma. Tal vez Miyazaki no quiera responder a esas preguntas desde su posición antibélica y ecologista, prefiere sugerir que el espíritu del ser humano está condicionado a sus propios sueños y pesadillas, a ese viento tan eterno ligado a un alma capaz de engendrar lo mejor y peor de sí mismo. Y la convergencia del aire con el artificio de la aeronáutica nos conduce a la cita de Paul Valéry, que condensa la naturaleza y el ciclo vital, el enfoque sobre el movimiento que ejerce el viento sobre el ser humano. La metáfora sobre la libertad, la creación y su destrucción, posiciona al maestro a retratar el peso de los sistemas políticos en el avance de la sociedad. El autor de Porco Rosso declina el uso de villanos y antagonistas, nos deja rastro del aliento de la humanidad para sobreponerse a todos los males que llegan de la naturaleza y de sus propios avances, dando la impresión de servirse del Gran Terremoto de Kanto de 1923 para plasmar una profecía de las bombas atómicas que asolarían y engullirían ciudades japonesas tiempo más tarde. La naturaleza, el ser humano y sus sueños y creaciones se aproximan una y otra vez, como si esos vientos se convirtieran en tormentas dentro de una causa-efecto a través de una interacción. ¿Está condenado el idealismo a servir como instrumento a fines tenebrosos y al ansiado poder, la guerra y la muerte? Posiblemente el terreno dramático anexara en cierta medida a El viento se levanta a retratar el destino de una historia de amor de dos almas gemelas, aunque esconda una metáfora y alegoría de la relación de su musa con el creador. Ligados el uno al otro por el viento a encontrarse y perderse, llegamos a una línea trágica: cuanto más lejos parece el propio Jiro de su sueño, allí aparece Nahoko para acercarle de nuevo a esa frase que da título a la cinta y, al mismo tiempo, dejar en el aire la continuación y respuesta al subconsciente del espectador. Debemos tratar de vivir pero también necesitamos seguir soñando. No es que el sueño sea vida para Miyazaki aunque sí para el diseñador del caza ‘Zero’, un sueño con inspiración etérea y carnal. Cuanto más cerca se encuentra de completarlo, más impalpable y fantasmal se vuelve la presencia de esa musa. Porque Nahoko finalmente fue su musa, su inspiración, ella fue y es el viento.