18 de abril de 2024

Cannes 2014: Día 1

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Empieza Le Festival.

Cannes y su Festival siempre nos han parecido una ciudad y un evento de contrastes: los hoteles de lujo y los barrios de inmigrantes, las tiendas de Cartier y los badulaques, los fotogramas de papel couché y el cine más independiente. Esta primera jornada sería un resumen perfecto de esa exitosa dualidad cannoise: aristocracia monegasca y miseria africana, estrellas universales generadoras de suspiros y actores amateurs junto a los que podría pasar sin percibir su existencia. Grace de Monaco y Timbuktu, eso es Cannes, la capital mundial del cine, al menos por dos semanas.

El primer y el último plano de Grace de Monaco, los dos únicos en los que en la película de Oliver Dahan presenta a su protagonista en el entorno de un plató cinematográfico, no parecen haber sido seleccionados aleatoriamente para abrir y cerrar el film, al fin y al cabo, ambos inciden en la misma idea que se repite a lo largo de todo el metraje, la de la inexistencia de una separación entre Grace Kelly y la Princesa Grace. En lugar de esa teoría generalmente aceptada de la dualidad dividida actriz/aristócrata, el director francés presenta a una mujer para la que el mundo se convierte una extensión de la pantalla. Poco sabemos de la Grace real, de la mujer más allá de la estrella, salvo en algún guiño oculto tras capas de barniz y de estudiada pose… y quizás ésa sea la lectura menos evidente y más interesante de la cinta, afirmar que realmente no existía nadie bajo el disfraz, sostener que no se puede retratar verazmente el interior de alguien que sólo entendía la vida a través de la actuación, de la emoción simulada.

GRACE OF MONACO
Grace de Monaco

La Grace separada de las cámaras es un ser inseguro e inadaptado, evidentemente fuera de su elemento natural, sólo el entender que la vida (o, al menos, la vida monegasca) es el mayor de los escenarios, un conocimiento otorgado por un nuevo mentor, guía de nuevas reglas y sustituto del alejado Hitch, permite a nuestra protagonista reconciliarse con su estado, recuperar a la actriz que nunca dejó de ser y que, hasta ese momento, desconocía que el mundo no había dejado de contemplarla. En este sentido la superficialidad del biopic filmado no sería la tara que normalmente habría de ser, sino que remarcaría el punto de vista de la Princesa, esto es, que la única vida que merece la pena ser vivida es la que se construye en torno a la representación y que el amor, las lágrimas, las sonrisas sólo son sombras de una ilusión compartida ¿o es que el propio Mónaco es un país de verdad?. El plano final que comentábamos al inicio de la reseña no sería más que la ratificación y la respuesta al plano inicial. Frente a la ausencia de los platós reales, la construcción de los platós imaginarios sustituyendo a aquéllos.

Algo similar ocurría con la segunda película del día, la mauritana Timbuktu en la que también su inicio, un movido plano con una pick-up llena de miembros de una organización extremista islámica dando caza a una gacela y posteriormente disparando a unos ídolos animistas, se explica o se completa a través de sus imágenes finales. No obstante la idea, ya desde el propio título de la cinta, parece bastante evidente: celebrar y llorar, en esa mezcla tan africana donde el dolor y la alegría forman un todo indivisible del ciclo vital, la caída de la antigua capital del Imperio de Mali, punto de unión tradicional de los pueblos del África negra con las tribus nómadas bereberes y los árabes del norte. La ciudad, auténtica protagonista del relato, es dibujada con hermoso trazo por la cámara de Abderrahmane Sissako: sus muros de adobe y sus calles sin asfaltar, la melodía de las koras que parece surgir de la misma tierra, casi como el eco de un pasado doliente y, finalmente, las voces de la policía islámica quebrando con sus megáfonos el ancestral conjuro de música e imagen.

Timbuktu
Timbuktu

Frente a este secuestro de la libertad sólo queda la fantasía como ruta de escape… y así se muestra en la más bella escena de la película, cuando unos jóvenes nativos juegan al fútbol sin balón, prohibido por alguna incomprensible norma, fruto de la aplicación estricta de la sharia. Como en el resto de las cosas, los partidos imaginados son siempre más hermosos que los corrompidos por la sucia realidad y esto es, en el fondo, de lo que habla la cinta. Timbuktu no enamora por lo que es, sino por lo que podría haber sido, por lo que quizás una vez fue, por ese crisol cultural que camina errante por las calles llenas de polvo.

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