19 de abril de 2024

Documenta Madrid 2016: Crónica 4

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Experimentando con los testimonios a cámara.

A la hora de plasmar en imágenes el relato de historias contadas por quienes las han vivido, la mecánica cinematográfica más habitual es la de filmar su testimonio a cámara e intercalar imágenes que de alguna manera tengan relación con lo que se está narrando. Algunas veces por resultar indispensable, otras veces por inercia, lo cierto es que esta puesta en escena que combina bustos parlantes con material de archivo es el canon del cine documental, por lo que buscar nuevos caminos narrativos que rompan estos moldes capta la atención inmediata de quien descubre que la típica historia va a ser contada de manera nada típica. Tempestad (2016) es uno de esos casos. El documental narra dos historias paralelas, que no están conectadas pero en su esencia hablan de lo mismo. La voz en off se utiliza a modo de relato de lo acontecido en ambos casos, pero a esta narración no le acompaña el icono del cine documental: la imagen del busto parlante.

La película se aleja de toda plasmación visual de la realidad y construye el relato desde la asociación de ideas, más cercana al cine poético de ficción, a la alegoría, que a la recolección de ejemplos de lo que se está exponiendo en palabras. ¿Y qué es lo que se está contando? Las miserias de la sociedad mexicana. Como ya había ocurrido en otro documental de este festival, Plaza de la soledad (2016), aunque sin el optimismo que acompañaba a aquella cinta, Tatiana Huezo indaga en la corrupción policial y los vasos comunicantes entre esta y los carteles de la droga, lo que la establece como el contraplano social de la demoledora Sicario (Denis Villeneuve, 2015). La directora filma a multitud de personas, viajando, paradas, perdidas. Ninguna está relacionada con las dos narradoras del film, pero, a la vez, sí que lo están. En una sociedad en la que los débiles están desamparados por la justicia, los dos relatos expuestos se convierten en las vidas de todas estas personas, inocentes sobre los que cae un diluvio universal destinado a los poderosos, a los pecadores, que salen indemnes. Sin ser la mejor historia del certamen, parece evidente que se trata del ejercicio de forma más coherente, novedoso y virtuoso de la Sección Oficial, y el que firma estas líneas se atreve a augurar que será la cinta que más estime tras finalizar todo el certamen.

Holy Hell
Holy Hell

Y si el ejercicio de forma más destacado es el anterior, la historia más demoledora es la siguiente. Holy hell (2016) narra la vivencia de 22 años del director, Will Allen, en una secta espiritual de Los Ángeles. En plenos años ochenta, una serie de yuppies buscaban algo más allá de sus vidas materialistas basadas en el capitalismo extremo, y creyeron encontrarlo en un guía que les daba las respuestas que ellos necesitaban. Lo que comienza como un grupo espiritual algo excéntrico va tornando poco a poco en un desglose de dependencias, miedos e idolatría al líder todopoderoso, a quien odian pero de quien no pueden desprenderse. Un auténtico lavado de cerebro en el que la manipulación provoca un desmembramiento psicológico tan evidente desde fuera como inevitable cuando se vive desde dentro.

La cinta basa todo su poderío en las experiencias narradas por los implicados, esta vez sí recurriendo a los citados bustos parlantes, que complementa con un exquisito material documental. El propio director de esta obra ya tenía inquietudes cinematográficas desde antes de entrar en la secta, lo que posibilitó que grabara miles de horas de estas convivencias, a la postre indispensables para acercarse a la realidad de lo que ocurría en estas reuniones. Más llevado con solvencia que con excelencia, la historia es demasiado potente como para que el documental fracase. El interés nunca decae y a pesar de sus 100 minutos de duración –uno de los más largos de la Sección Oficial–, la sensación es de no querer que se acabe nunca. A lo terrible de los testimonios se suma la incapacidad de comprender o conocer al eje central de la historia, un narcisista de manual de psicología con exquisitas dotes para la manipulación. Lo que podría entenderse como un fallo del documental es sin embargo el fiel reflejo de la sensación de los afectados por este hombre: la incapacidad, después de 20 años de convivencia estrecha, de tener una mínima idea de quién es esta persona que ha manejado sus vidas.

Mapplethorpe: Look at the pictures
Mapplethorpe: Look at the pictures

Casi tan fascinante como el anterior es el personaje de Robert Mapplethorpe. De personalidad indómita y ego desbordante, este artista de la fotografía combinó provocación y talento visual para desarrollar una carrera ambiciosa que terminó antes de tiempo, en plena explosión del SIDA entre la comunidad homosexual estadounidense. Mapplethorpe: look at the pictures (Fenton Bailey y Randy Barbato, 2016) es un documental que aborda la vida y la obra de este portento del arte contemporáneo neoyorquino. Bajo el ala del sello HBO, el dúo de directores se aproxima a lo que residía detrás de estas fotografías pornográficas que componen una oda al elemento más censurado en la sociedad: el pene.

Canónico como el que más, el film goza de un acabado de producción impoluto, que lo acerca a la fotografía digital hiperrealista de A good american, también proyectada en este festival. La concepción no se sale de los cauces habituales del documental, esos que se componen de testimonios de la gente que lo conoció, entre los que se les intercalan insertos de las fotografías del artista o hechas por él. El material gráfico con el que cuenta es rico, pero, como ya ocurría en Janis (2015), retrato de la cantante Janis Joplin, la cinta peca de indefinición, pues no es ni un acercamiento a la persona detrás del mito, ni un repaso exhaustivo a la obra artística. El documental se queda en tierra de nadie, entre estas dos vertientes, sin profundizar lo suficiente en ninguna de las dos, por lo que, siendo un producto estimable, funciona mejor como material didáctico que como cinematográfico.

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