29 de marzo de 2024

Críticas: El capital

La agonía del capitalismo es nuevamente expuesta en la gran pantalla. Costa-Gavras vuelve a la carga con sus películas-denuncia abordando directamente la cuestión, sumergiéndose para ello en las cloacas del sistema y en uno de sus máximos representantes: los bancos.

Cosmopolis, la reciente adaptación de la novela de Don DeLillo que David Cronenberg ha materializado en objeto fílmico, planteaba el desmoronamiento de un mundo al borde del colapso. El capital metamorfoseado en un ente descontrolado, etéreo, desmaterializado y absolutamente abstracto. Un hijo de ese mundo, con el rostro andrógino, pálido y vampírico de Robert Pattinson, era el máximo exponente de esa era quien, a bordo de una limusina blanca, recorría, absorto del mundo exterior, las calles de una de las ciudades más representativas de ese agonizante orden mundial. Cronenberg entendía y hacía suya así la tesis de un mundo en el que el dinero ha perdido su valor material, un mundo de flujos constantes de datos, cifras indescifrables y una abstracción que conduce irremediablemente al absurdo. El exceso lleva al colapso y las palabras se vuelven vacías de contenido. La rocambolesca complejidad verbal expuesta en la película era la materialización de la frustración de aquellos que intentan entender un sistema tocado de muerte. La penetración al capitalismo en su momento de mayor cuestionabilidad que proponía el director canadiense consistía en un ejercicio en el que el irritante, incesante, excesivo y difícilmente comprensivo diálogo derivaba a una realidad absurda, compleja e intencionadamente abstracta (no deja de ser casual que los créditos de apertura y cierre remitan directamente a Pollock y a Rothko). El acercamiento que, por el contrario, propone el veterano Constantin Costa-Gavras, es radicalmente diferente en su forma, pero igual de inquietante en su fondo.

Hace poco, en referencia a la última película de Ken Loach, hablábamos de la marcada temática social en la filmografía del británico y cómo en todos estos años no se ha apartado ni un centímetro de ese discurso, esté o no disfrazado bajo ciertos códigos genéricos. Responsable de obras como Desaparecido (Missing, Constantin Costa-Gavras, 1982) o Arcadia (Le couperet, Constantin Costa-Gavras, 2005), Costa-Gavras se podría inscribir en el mismo grupo que el director británico en su predilección por la temática social y su creencia del cine como arma política. Sin embargo (y he aquí la diferencia con su colega británico), el director griego no limita el punto de vista a un concreto grupo social, sino que expande el objetivo de sus películas-denuncia hacia oscuros recovecos silenciados tanto de la historia reciente (abarcando cuestiones que van del nazismo hasta las dictaduras sudamericanas), como de la actualidad más acuciante. A la realidad histórica actual, al cambio de paradigma en el que parecemos estar inmersos y al total desenmascaramiento (sin la coartada que proporcionaba el supuesto “progreso”) del capitalismo en su versión más neoliberal como un dañino y envenenado espejismo (revelándose como lo que siempre ha sido), el cine ya ha alzado su voz, plasmando en imágenes su defunción y exponiendo sin tapujos sobre la mesa las alcantarillas de un sistema podrido. A lo visto en Mátalos suavemente (Killing Them Softly, Andrew Dominik, 2012) o Cosmopolis (David Cronenberg, 2012), por citar solo dos ejemplos, hay que sumar la nueva propuesta de Costa-Gavras.

En El capital, adaptación de la novela de Stéphane Osmont, Costa-Gavras (como Cronenberg), expone las miserias del sistema desde dentro a través de los ojos de un tiburón financiero, Marc Tourneuil (Gad Elmaleh), antiguo profesor de economía convertido en sicario primero, patrón del orden único después gracias a la enfermedad del jefe de uno de los bancos más importantes de Francia. Que ese personaje venga desde las bases hasta escalar a lo más alto del poder apoya la tesis de la película en la (obvia) idea del componente perverso y corruptor del dinero. De ahí el manifiesto envilecimiento del personaje paralelamente a la obsesión de este por engrosar su nómina, algo que choca ante el deseo de su mujer por volver a unos orígenes más humildes, animándolo para que vuelva a la docencia. El dinero como garante del respeto y del poder, como propiamente afirma nuestro oscuro protagonista. Por eso no acepta que, llegado a presidente del banco, le ofrezcan un sueldo inferior al del antiguo presidente. O también para dilucidar el desenlace de la extraña relación con la modelo y su no aceptación de que esta evite en más de una ocasión mantener relaciones sexuales con él.

El capitalismo entendido como un juego, tal como el que abre la película o como los propios personajes reconocen con frases lapidarias. O como ese juego bélico que mantiene a las generaciones futuras enmudecidas y zombificadas frente a la pantalla de un televisor, mientras papá-estado se encarga de amamantar a una prole domesticada en malas costumbres para mantenerlas así al margen del juego (o sean completamente partícipes de él), ocupándose de que a sus hijos pródigos nunca les falte de nada. Vale la pena resaltar esa jocosa secuencia en la que Tourneil, a su llegada a una reunión familiar, rompe la dinámica natural de los niños jugando físicamente en el jardín cuando decide abrir el maletero y empezar a repartir consolas portátiles. El griterío propio de los niños de esa edad deja paso al silencio, al individualismo y al estruendo virtual de disparos y explosiones digitales. Un juego macabro, despiadado, sucio y perverso en el que nosotros somos las fichas. Y así lo filma Costa-Gavras: cámara al hombro, diálogos envenenados, espacios fríos y cierto feísmo visual. Aspectos estos últimos que enmascaran una puesta en escena plana y poco estimulante que, dicho sea de paso, no es novedad en la filmografía del director griego. Como tampoco lo es su didactismo y el claro posicionamiento ideológico que se hace más evidente cuando el director opta por otorgar más seriedad a lo que cuenta. Algo que, paradójicamente, hace a su cine menos lúcido en sus conclusiones que cuando opta por un humor negro que ha demostrado dominar en obras muy superiores como Arcadia, con la que El capital comparte muchos puntos en común. Pero no solo es su falta de humor y sátira derivados de su ya citado didactismo lo que hacen que la nueva propuesta de Costa-Gavras, aunque sentida, se quede a medio gas. Sin ir más lejos, en la construcción del propio protagonista, hilo conductor del relato, y su encaje en una escala de grises. La esquizofrenia a la hora de definirlo y el claro debate sobre su humanización o no (los únicos puntos donde se percibe humor es en la plasmación audiovisual de los verdaderos deseos del protagonista, recurso del cual se abusa en exceso y no siempre con demasiada fortuna) crean confusión y hacen titubear la integridad y entidad de éste como sólido y, sobre todo, creíble, personaje. Esas alucinaciones parecen querer encaminar al espectador hacia una cierta empatía con el protagonista, algo que Costa-Gavras refuerza también mediante los apuntes sobre los orígenes docentes de éste. Sin embargo, la gradación hacía el gris propuesta por el autor deviene brusca y forzada.

Porque, a pesar de un demoledor final que recupera el humor negro tan perdido a lo largo del metraje y de que el nerviosismo de una cámara inquieta plantee al espectador el realismo de lo que ve, el arquetipo y la superficialidad de algunos de sus personajes secundarios y la poca distancia que el director deja entre su creación y el espectador revelan la gran función, la artificiosidad de un conjunto que, más faltaría, nunca deja de ser interesante por lo que expone más que por cómo lo expone. La abstracción y la intelectualidad del discurso de Cosmopolis frente a la visceralidad y el discurso a pie de calle de El capital. Dos formas de abordar el fin de un ciclo. Misma oscuridad y desazón en el borroso horizonte.

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