16 de abril de 2024

Críticas: La parte de los ángeles

Repitiendo esquemas y sin salirse de su discurso, Ken Loach vuelve a nuestras pantallas con una agradable comedia dramática en la que su falta de ambición y pretensiones parecen ser sus mejores bazas.

Robbie (Paul Brannigan) acaba de salir de la cárcel. Es joven y ha formado una relación estable con su novia, Leonie (Siobhan Reilly), de la cual esperan un hijo. Sin embargo, la agresiva presión familiar del entorno de Leonie contra Robbie hace aún más difíciles las ansias del joven por formar una familia y empezar de cero. Cumpliendo unas horas de trabajos comunitarios impuestas por el juez, Robbie entablará amistad con Albert (Gary Maitland), Mo (Jasmin Riggins), Rhino (William Ruane) y Harry (John Henshaw), el bondadoso profesor encargado de llevar al grupo en sus horas de servicios a la comunidad y que introducirá a Robbie en los entresijos de las catas de whisky…

En Sweet Sixteen (Ken Loach, 2002), el joven protagonista cargaba a sus espaldas con todo el peso de mantener a flote una familia rota y descabezada de figuras paternales (siempre violentas) y maternales (cumpliendo condena en prisión). A pesar de que el carácter del joven remitía a una madurez muy temprana, su sueño, sin embargo, no dejaba de ser el sueño implícito al de cualquier crío que nace en el seno de una familia: algo tan evidente como encontrar el cariño, la cohesión y la felicidad de una estructura familiar que, a pesar de sus sentidos esfuerzos, tan difícil resultaba de alcanzar. En La parte de los ángeles, la nueva película del tándem Loach/Laverty, el sueño del joven Robbie es precisamente el de formar una familia donde criar un hijo con el cariño que quizás él no pudo tener, lejos de su oscuro pasado y la violencia de un paisaje humano representado en sus antiguos compañeros de juerga o el entorno familiar (masculino) de su novia. Como en aquella, las figuras paternales también se muestran difusas (el violento carácter de los tíos y padre de Leonie remiten directamente a la violencia de las dos figuras masculinas de Sweet Sixteen: el amante de la madre y el abuelo) o, simplemente, desaparecen (no sabemos nada de los padres de Robbie ni del resto de jóvenes con los que entabla amistad), para reencarnarse en la figura de ese entrañable profesor (bien interpretado por John Henshaw) que ayudará a ese nutrido grupo de borderlines a labrarse una segunda oportunidad.

Jóvenes en tierra de nadie. Desarraigados y marginales, aquellos que parecen haber saltado una importante etapa de la vida para llegar a un mundo adulto hostil demasiado temprano, suelen ocupar un lugar muy importante en la filmografía de un director tan coherente como Ken Loach. Casi tanto como la temática social con la que tan fuertemente  impregna su cine, ya sea motor de la historia o, como el caso que nos ocupa, el fondo de la misma. En La parte de los ángeles, escrupulosamente fiel a sus ideas y a sus formas, el director británico vuelve a filmar la periferia de las grandes ciudades, los barrios obreros, y a los que los habitan. Porque si en su cine hay una protagonista que vertebre la mayor parte de sus películas esa es la clase obrera. Loach, junto a su inseparable Paul Laverty firmando el libreto, narra una historia de segundas oprtunidades que, casi como si de una fábula un tanto naïf se tratara, bascula entre el drama y la comedia, entre la tristeza y la felicidad, entre la risa y la lágrima… Y aunque resulta evidente el cariño vertido hacia esos personajes y la agradecida falta de pretensiones, su carencia de profundidad, la simpleza de sus retratos (algunos reducidos a meras caricaturas), la previsibilidad de la propuesta, la discutible utilización de elipsis (que confunden más que sintetizan) y el punto de vista o ciertas inconsistencias de guión desembocan en una obra muy irregular, renqueante en el tono (demasiado exhibicionista en el drama) y carente de riesgo alguno.

Y como siempre en su cine, el director vuelve a hacer visible su posicionamiento ideológico y su apego por el desfavorecido y desamparado. Es casi un visceral acto de fe, una reivindicación plenamente intencionada. Para muestra un botón: ante la nula perspectiva de futuro laboral (es continua la manifiesta desesperación de Robbie ante esta situación, a la que también achaca la cicatriz que recorre su cara de arriba abajo) y el descubrimiento de una única barrica de un whisky de valor incalculable, la cual saldrá a subasta y alcanzará precios estratosféricos; el cuarteto protagonista, junto a las recientes habilidades de Robbie en el conocimiento de ese licor, planean asestar el golpe maestro de sus vidas, infiltrándose en la vieja destilería (previo viaje) y robando el contenido de la barrica para luego venderlo por una elevada suma a adinerados coleccionistas. Es la segunda oportunidad para salir del atolladero, la cual nos es presentada casi como la única vía posible. Como si la realidad de un mundo despiadado y cruel ante jóvenes marcados por un oscuro pasado, derrumbara cualquier opción de labrarse un futuro con las mismas opciones que los demás. La igualdad de opciones y oportunidades es una quimera. Ante eso, pues, sólo queda que la acción directa a las clases altas, la granujería y la picardía se impongan. No sin antes, eso si, dejar en ridículo (brocha gorda mediante) una burguesía que es capaz de gastarse fortunas en algo incapaz de apreciar más allá de su superficialidad (no resulta casual la nacionalidad del comprador final de tan «valioso» licor). Definitivamente, la invisibilidad ideológica y el distanciamiento no parecen ser opciones para la concepción que del cine tiene Ken Loach.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *