Kaurismäki nos regala un precioso cuento de hadas por Navidad. “Si todo desaparece, los rasgos de solidaridad y sacrifico personal emergen”, esta frase del propio director, extraída de una entrevista, recoge perfectamente la esencia de su último trabajo. Una comedia heredera del cine francés clásico, de los Marcel Carné y Jacques Becker especialmente, pero también de una rabiosa actualidad, y que guarda muchas conexiones con El niño de la bicicleta, película de este mismo año dirigida por los hermanos Dardenne. Aunque los belgas trazan un drama más aferrado a la realidad, y Le Havre sea una comedia con un argumento casi fantasioso, ambas películas retratan a sus personajes con luminosas imágenes, bajo un prisma de cuento y otorgando al espectador un punto de vista muy esperanzador sobre el ser humano y los sentimientos que albergamos.
El director finlandés vuelve a fijar su foco hacia los sectores más marginales de la sociedad, y se centra especialmente en el tema de la inmigración. La narrativa del film sigue irrenunciable y fiel al personalísimo estilo de su director: la perfección de la armonía en la composición del plano, el conflicto interior que los personajes jamás exteriorizan, la inserción de una escena con un concierto… Elementos muy reconocibles que están inscritos a fuego en cada fotograma, algo que es extensible a casi toda su filmografía. Sin embargo, hay que remarcar que a pesar de ese estilo impasible que teóricamente distancia al espectador, la narración consigue transmitir un hondo sentimiento de ternura. Quizá sea la entrañable descripción de sus personajes, o la honestidad por la que realizan sus acciones, pero cuando aparecen los títulos de crédito finales, todos tenemos dibujadas en nuestras caras una amplia sonrisa, a todos nos embarga una sensación muy emotiva.
A modo de guiño, la historia que narra en esta ocasión guarda un parentesco directo con La vida de bohemia, dirigida por el propio Kaurismaki en 1992. La que era hasta el momento su única película rodada en francés y que contaba las desventuras de tres hombres en el París bohemio. Marcel Marx, interpretado por André Wilms, era uno de los protagonistas, y veinte años después podemos ver su ficticia evolución como personaje: ha renunciado a sus sueños de literato, y se ha instalado en un barrio pobre de El Havre donde se ha ganado el cariño de sus vecinos. Marcel y Samantha (Cécile de France), cada uno en el estilo marcado por sus directores, son otro de esos vínculos entre la obra de los Dardenne y la de Kaurismaki: ambos son portadores de un afecto que es absolutamente natural e instintivo, el término personaje nos les describe debidamente, habría que definirlos más como personas de una bondad arrebatadora.
Y es de obligada mención dos aspectos claves en la película: en primer lugar, hablaremos del elemento cromático de los tonos rojos. Un color que simboliza la vida, los buenos sentimientos, la esperanza… Aparece de forma constante, y en cada caso particular podría asociarse a algo diferente, aunque siempre bajo un cariz positivo. La puerta de la valla de la casa de Marcel, el paquete de tabaco del que frecuentemente fuma, la panadería de su amiga Yvette (Evelyne Didi), las flores que compra Marcel a su mujer, la chaqueta que lleva Little Bob (Roberto Piazza) en el concierto… Lo vemos en un sinfín de ocasiones, aunque la más llamativa precisamente por lo contrario, por su sutileza, está en el ribete rojo de la corbata del inspector de homicidios Monet (Jean-Pierre Darroussin), ataviado de los zapatos al sombrero por un negro absoluto, cuando estamos cerca de su imagen podemos apreciar esa pequeña tonalidad roja que marca la verdadera cara de este personaje, o más bien, su lado oculto para sus compañeros, esa parte amable y solidaria que esconde bajo una apariencia intimidadora.
El otro aspecto es la supresión total de lo negativo, de personajes que encarnen principios contrarios a la ternura, la amistad y la solidaridad de la que hacen gala sus protagonistas. Esto se lleva a su máxima expresión en dos escenas muy concretas: la primera, con la que se abre la película, en la que Marcel Marx y su amigo chino son testigos de un tiroteo entre gánsters; y la segunda, la extensa conversación entre Monet y su superior. En ambas, Kaurismaki hace uso del fuera de campo: no nos muestra ninguna imagen de ese asesinato que presencia Marx; y no hay contraplano del jefe de la policía, todo su diálogo está en off en el plano de Monet.
Joder, ¡qué ganas de esta película!