La nueva película de Pedro Pérez Rosado nos transporta a los campamentos de refugiados de Wilaya de Smara. Su banda sonora fue premiada en el Festival de Málaga.
Hay películas que son víctimas de un hosco deseo de aleccionar al espectador. Normalmente en los documentales se tropieza en un resumen final y unos títulos de crédito orientativos y edificantes para el ya subjetivo punto de vista del propio público. Wilaya, pese a ser una ficción, nos propone tanto en su inicio y cierre unos títulos que nos muestran (y demuestran) la vocación y espíritu de un filme que tendría que hablar desde sus imágenes sin interacción con nadie ni nadie. No sé si será falta de confianza en su discurso o simplemente que el pueblo saharaui tiene que tener una cuota política en la producción patria cada año, el hecho es que tanto al principio y al final se pulveriza la esperanza interior cinematográfica que yacía en el filme de Pedro Pérez Rosado. Nos recuerdan el estado, situación y motivo de la obra como si el marco importara más que el componente pictórico interior y su mensaje implícito.
Wilaya, con su estilo documentalista con actores no profesionales, tiene un componente de iluminación femenina sobre el hombre que queda como una simple sombra. Se convierten en el foco que ilumina el camino de los demás. Ese viaje feminista, psicológico y espiritual se traza sobre las líneas del desierto para conocer el interior de esas mujeres que deben encontrarse a sí mismas. La historia trata sobre una joven que, después de vivir en España 16 años, vuelve a la Wilaya del Smara para asistir al entierro de su madre y encontrarse con la última voluntad de la misma: tendrá que cuidar a su hermana enferma mientras que su hermano se preocupa más, en la distancia, de su futura paternidad. Más allá de una lucha por la supervivencia y ese retrato implícito femenino que propone la historia, la cinta reivindica las raíces perdidas en esa generación que fue acogida por países europeos y que ha sido desvinculada tanto del conflicto como del que ya considera retrógrado modo de vida. Como si esa identidad hubiera sido abandonada en el desierto. También subsiste una metáfora sobre el abandono español a esos ‘hijos’ condenados a un lugar que tampoco les pertenece. Los refugiados, en el fondo, siguen siendo aquellos que viven alejados de la tierra que reclaman como suya.
Meter una cámara dentro de un campamento de refugiados podría dar pie a mostrar la inclemencia y ensombrecer la humanidad que forma la vida del día a día. Pedro Pérez Rosado es consciente de ello y ofrece un simple escaparate a modo de subtexto. Lo importante aquí es que los elementos emocionales están desligados del lado dramático producido por la retorica y el adorno. Lo interesante de Wilaya es que los personajes expresan sus sentimientos en acciones simples y diálogos precisos y cortos, tal vez como solución dramática al contar con actores no profesionales. Queda el silencio del desierto y el lento caminar del paso del tiempo en una historia de hermanas, reencuentros, posiciones frente a la vida y el entorno en el que uno se encuentra, contrastes, distancia, arena y raíces arrancadas. El filme parece llegar en paralelo al documental Hijos de las nubes, la última colonia de Álvaro Longoria, filme producido por Javier Bardem, que quiere poner en el candelero la situación del pueblo saharaui. Más teniendo en cuenta la clara vocación festivalera e internacional de ambas cintas, que llevarán las injusticias a ojos y oídos que seguramente desconocían tal situación y abusos. Tal vez, al igual que en Wilaya, esa supuesta neutralidad quede descompensada, en el caso sobre todo de la propuesta de Pedro Pérez Rosado, por esos aleccionadores títulos iniciales y finales.
El choque entre Europa (aunque para muchos franceses el continente se acabe en Los Pirineos) y la África musulmana genera las contradicciones entre lo nuevo y lo viejo, entre la renovación y sus caducas costumbres. No es de extrañar que esa hermana minusválida, otra clara metáfora sobre la mujer en la cultura islámica, quiera aprender y dejar de tener miedo al camino de valerse por sí misma. Aquí los hombres son meros objetos sin peso claramente dramático en la historia. La mujer es protagonista, se quita el pañuelo y muestra síntomas claramente masculinos sin perder su feminidad. No obstante, observamos que el poder familiar reside en esa mujer maldecida, que debe casarse por compromiso o porque la obligación moral y social la ubica únicamente en ese rol de esposa, madre y ama de casa.
El filme parece formar parte de esa milicia de películas de denuncia, pero sabe ceñirse en una mirada costumbrista y claramente social del conflicto. El director pretende cerrar una trilogía, mediante Wilaya, iniciada con el documental Sáhara: Un pueblo y la también ficción Cuentos de la guerra saharaui. Lo hace mediante la figura de los exiliados que regresan a sus campamentos natales para darse cuenta de sus cambios y reflejarse en el espejo que les proponen sus vivencias. En ese punto el filme podría proponer un debate sobre ese alejamiento y la pérdida real de la naturaleza de un pueblo sin tierra. No hay árbol sin raíces y Pedro Pérez Rosado es consciente de que su personaje tendrá que replantearse su futuro mientras su pasado y supuesta ‘familia’ española parece ignorarla. Se trata de una nueva metáfora obvia sobre el choque del pueblo español, de disentimiento y desentendimiento de una lucha que viviría en la ignorancia si nadie nos la recordase. Tal vez la necesidad de películas como Wilaya sea precisamente extender ese germen mediante sus cauces festivaleros. Puede que el sentido y la información, con esos terribles créditos iniciales y finales, llegue fuera… pero en España me temo que este tipo de cine está condenado a lo invisible.