29 de marzo de 2024

Críticas: Abraham Lincoln. Cazador de vampiros

A la espera del biopic de Spielberg sobre Abraham Lincoln, Timur Bekmambetov adapta la obra de Seth Grahame-Smith. En ella se plantea, en clave fantástica, una descafeinada relectura de las andanzas del mandatario como cazador de vampiros.

En los espacios en blanco que escapan a cualquier empirismo historiográfico y al cálido refugio de la materialidad de las fuentes, como la difícil arqueología de la privacidad de la vida cotidiana donde el historiador carece de menos luz de la que le gustaría, es por donde parecen deslizarse las imágenes de la nueva película de Timur Bekmambetov, bajo el apadrinamiento del Tim Burton. Adaptación exprés de la obra homónima de Seth Grahame-Smith (quien firma también el guión para la gran pantalla), autor también de aquella paródica interacción en el mundo de los no muertos de los personajes de Jane Austen; Abraham Lincoln: Cazador de Vampiros propone una relectura en clave fantástica de los acontecimientos que marcaron los pasos del decimosexto presidente de los EEUU, donde la vida privada del mandatario y la oscuridad en los recovecos entorno a su figura están determinados por la lucha que este ejerce contra una raza de vampiros que personifica la enésima batalla entre el Bien y el Mal. Esculpido por el dolor ante la muerte de su madre a manos de uno de estos vampiros, Lincoln, movido por el deseo de venganza y con la ayuda de un misterioso cazador de chupasangres, emprenderá una cruzada que pondrá en serios aprietos el frágil equilibrio entre humanos y vampiros que había permitido hasta entonces mantener una cierta paz.

Subvirtiendo la historia oficial en su intento de adaptar a ese universo vampírico paralelo ideado por Grahame-Smith los principales acontecimientos que marcaron la vida tanto de Lincoln como de los EEUU, la película intenta encontrar el equilibrio entre lo “real” (la leyenda, según sus autores) y lo ficcionado a través del fantástico (el hombre como un frío y sádico cazador de vampiros). Sirvan de ejemplo hechos como el asesinato de su madre (el punto de partida a su cruzada vengativa), la muerte de uno de sus hijos o sus relaciones con importantes personajes que marcaron su vida, ya sean sus ayudantes (que lo son también en su cruzada contra las fuerzas del mal) o su relación con Mary Todd, mujer con la que posteriormente contraería matrimonio.

Abraham Lincoln, guerra civil norteamericana, vampiros y hachas son ingredientes que mezclados pueden dar lugar a un cóctel surrealista y desbocado, donde el humor y el cachondeo se podrían apoderar rápidamente de la función. Si a eso le añadimos un posible planteamiento discursivo de una mala hostia considerable, podríamos tener razones suficientes a las que agarrarnos. Sin duda alguna, con semejante premisa es de esperar que algunas de estas variables se den en algún momento o que, como mínimo, se apueste por completo por alguna de ellas.

Sin embargo, Bekmambetov, director de aquella infame aunque desvergonzada Wanted (Ídem, Timur Bekmambetov, 2008), plantea una película más seria de lo que cabría esperar. Obviamente, una película de las características arriba expuestas es imposible que nos la podamos tomar en serio, a pesar del ridículo empeño de los responsables en tal ardua tarea. Resulta evidente que los mismos tienen la mínima inteligencia como para ser conscientes de esto y a pesar de los intentos de imprimir imposibles tonos épicos, se factura un producto que tenga un poco de aquí y un poco de allá, pero a la vez carente de todo. Un producto con el que cabrear a todos y contentar a nadie. Ese querer jugar a todo y quedarse sin nada hiere de muerte una película en la que el gore no es gore, ni el humor es gracioso, ni la seriedad puede tomarse como tal. Ni para ti para mí… ¿Para quién entonces?

Abraham Lincoln: Cazador de Vampiros supone el vivo ejemplo de todo lo condenable del blockbuster actual. La apuesta por el avasallamiento de efectos especiales, cámaras ultralentas de posproducción y objetos que se lanzan en primerísimo plano a la cara del sufrido espectador como justificación de un mediocre 3D, confirma a un director carente de personalidad, engullida por los referentes que, gusten o no, implementaron los Wachowski o las hipérboles fílmicas de Zack Snyder y compañía. Poco importan el destino de unos personajes que entran y salen sin el menor desarrollo dramático, haciendo más cuesta arriba la comprensión de ciertas motivaciones carentes de cualquier profundización, como esos bruscos cambios en la actitud del propio Lincoln y su confuso vuelco a la vida política. El manifiesto carácter forzado que muestran algunas secuencias correspondientes a capitales acontecimientos históricos y que parecen obligadas a estar ahí porque así lo parece determinar la Historia, deja al descubierto la dificultad y lo artificioso que resulta esa combinación de lo que todos conocemos con ese universo paralelo. Ensalzadora del tópico y generosa en situaciones carentes de lógica o vilmente hilvanadas fruto de un guión que apenas logra mantenerse a flote, todo parece vendido a una puesta en escena que hace del efectismo doctrina de fe. Pero incluso entre las atracciones hay categorías: por un lado la de los parques de atracciones temáticos y, por otro, las de la feria de pueblo. Aquellas en las que una montaña rusa es sostenida con preocupantes soportes de madera. Tambaleantes cimientos sobre los que se erige una obra como la del director ruso. Una embarazosa secuencia de tortas en medio de una estampida en la que se lanzan caballos a modo de armas arrojadizas (!) pone la guinda al pastel del mal gusto.

El encontrarnos ante una planificación que busca diferenciar las dos vidas de Lincoln, más calmada cuando se dedica a esconder sus verdaderos objetivos, y desatada cuando empuña el hacha, (dando lugar a un divertido montaje paralelo en el que el joven protagonista se deshace con saña, uno a uno, de los objetivos que les marca su mentor); no esconde el hecho de estar ante un conjunto que parece rehuir cualquier tipo de intelectualización. Por esa misma razón, jugosas ideas como ese mapa de EEUU dibujado con sangre en los títulos de crédito finales, la de la América edificada con sangre, o esa jocosa vuelta al presente donde se abre de nuevo el círculo y, con ello, los interrogantes sobre la identidad de esos nuevos vampiros (y que pueden tener fácil respuesta), parecen detalles involuntarios, nunca reflexionados, en los que en un esfuerzo de sobreinterpretación por parte del espectador puede maquillar de un mínimo de enjundia el resultado final. Porque si una película muestra de manera tan simplista, frívola y con tan poco tacto la reinterpretación de una guerra entre Norte y Sur como una lucha entre humanos y vampiros, el Bien contra el Mal, resulta fácilmente deducible la poca consciencia de lo que podrían tener entre manos los responsables de este indigesto fast food audiovisual.

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