5 de diciembre de 2024

Críticas: La bella y la bestia

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¿Qué festín?

Un hechizo llamado Bill Condon ha caído sobre los habitantes de un castillo francés, convirtiéndolos en objetos de merchandising animados. Dentro de la tradición contemporánea por traer a la imagen real los clásicos de Disney, el director de La saga Crepúsculo Parte 1 y Parte 2 (2011 y 2012), El quinto poder (2013) y Mr. Holmes (2015) traslada al live action la famosa película de Disney La bella y la bestia (Gary Trousdale y Kirk Wise, 1991).

En estos tiempos que corren, resulta cuanto menos comprometido contar la historia de Bella: una joven que accede a ser prisionera en un castillo a cambio de la libertad de su padre, que poco a poco se enamora de su secuestrador (una bestia que en realidad es un hermoso príncipe bajo los efectos de una maldición) y que termina por cantar que la belleza está en el interior, para culminar con la reversión del hechizo y la devolución de su amado la forma de hombre ideal. Condon y su equipo, conscientes de la complejidad del asunto, habían garantizado una actualización del relato para ajustarlo a un imaginario más moderno; incorporando pequeños matices como, por ejemplo, la conversión del personaje cómico de LeFou (Josh Gad) en homosexual o una Bella (Emma Watson) mucho más independiente y determinada. Pero nada de esto: al final la versión de Condon, de media hora más de duración que la original animada, lo único que se atreve a incorporar, más allá de los números musicales, son pequeños remiendos como dotar de un pasado traumático a sus dos personajes principales (Bella y Bestia) para justificar sus comportamientos en el presente, mantener latente la presunta homosexualidad de LeFou y colocar como librero del pueblo francés a una persona de color. Detalles minúsculos que permitan hablar de transgresión sin romper en ningún momento con el relato convencional.

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La bella y la bestia de Bill Condon no es otra cosa que una traslación a imagen real, plano por plano, de la película original de Disney. Y, paradójicamente, en esta traducción del mundo de dibujos a imagen real, lo que uno siente que se pierde es justamente la humanidad de los personajes: el mobiliario animado del castillo, que en la película de animación podía gozar de una gestualidad exagerada, sacrifica ahora toda su expresividad en favor de la búsqueda de un mayor realismo. Todo parece más oscuro, incluso el colorido número musical por excelencia del festín se tiñe, en la versión de Condon, de una atmósfera lúgubre. Lo cual resulta comprensible: al fin y al cabo, el mundo afrancesado de las fiestas en los castillos y los monarcas totalitarios del que habla la película de Condon es un mundo en decadencia, al borde de la desaparición.

El mismo corsé que oprime el relato de Condon es el que impide apreciar cualquier evolución en el personaje de Bella. De la misma forma que el director, la actriz Emma Watson -que había renunciado a La La Land por hacer este papel- había garantizado una revisión de la figura de Bella. Emma Watson está fantástica en un reparto lleno de estrellas, sobre las que destaca sin duda el Gastón de Luke Evans, pero el peso de la imagen original es demasiado contundente como para dar margen a cualquier novedad.

Al final, la pregunta que atraviesa La bella y la bestia no solo es ¿por qué? sino, y relacionada con esta cuestión, ¿para quién? ¿Para quién ofrece Condon este supuesto festín de imágenes frenéticas? ¿Para los nostálgicos de Disney, que quieren regresar a las imágenes, aunque estén vacías de significado, o para un nuevo público? O tal vez, claro, para ambos a la vez, y entonces es donde se produce el desajuste: porque La bella y la bestia no puede o no debería volver a ser lo mismo de antes, ahora.

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