Con un reparto de lujo, Andrew Dominik vuelve a la gran pantalla con este esperado thriller de (re)marcadísimo carácter político.
Un espacio en negro abre la nueva película de Andrew Dominik. En el centro del encuadre una obertura, la cual parece conducir hacia el exterior. Trayendo a la memoria el célebre plano inicial del Centauros del desierto de Ford (The Searchers, John Ford, 1956), alguien parece arrastrase hacia la luz. A los pasos erráticos y pesados de este personaje, al que siempre vemos de espaldas y a contraluz, la cámara le corresponde con un travelling de acompañamiento mientras de fondo escuchamos un discurso político. En nuestro viaje hacia la luz, las imágenes y el sonido se entrecortan para anunciar el título de la película, el cual aparece fragmentado. Cada palabra es mostrada individualmente, como si cada una de ellas estuviera cargada de una trascendencia e identidad propias. Imagen y palabra luchan para imponerse en pantalla, dinamitando así la solemnidad del discurso que oímos en lo que parece un acto de rebeldía hacia el orador. Pero la realidad tras esas tinieblas de las que salimos es descorazonadora: un océano de bolsas de plástico que tapizan el suelo -la era del consumismo desenfrenado y sus consecuencias- saluda a ese borderline al que el sol le descubre el rostro, dejando a sus espaldas dos enormes carteles de propaganda electoral de Obama y McCain. Pronto descubriremos que no es más que el regurgitamiento del individuo al sistema, devuelto a la libertad tras un tiempo entre rejas y puesto de nuevo en circulación para seguir engrasando la maquinaria de esa gran picadora social. Así, de esta manera tan inteligente y concisa, Dominik ha sintetizado de manera ejemplar todo el ADN del film. No hay vías subterráneas y toda la vocación política de la nueva película del director de El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (The Assassination of Jesse James by the Coward Robert Ford, Andrew Dominik, 2007) queda expuesta en la superficie, perfectamente introducida en esos maravillosos primeros minutos y rematada en la lapidaria tesis conclusiva final en palabras del negrísimo personaje interpretado con contundencia por un comedido Brad Pitt.
Adaptación de la novela homónima de George V. Higgins, cambiando el marco temporal y obviando el espacio donde se desarrolla la trama (Boston en la novela, cualquier rincón de EEUU en la película), Mátalos suavemente parece querer recuperar la carga política de los thrillers de los setenta con las que queda irremediablemente emparentada. No solo por el carácter político de su discurso de “fondo”, sino por las formas a las que remite, siendo un aspecto clave en este campo el maravilloso trabajo fotográfico de Greg Fraiser. El empleo de la luz y la apuesta por una ambientación sórdida y sucia no solo no cae en el juego referencial gratuito sino que están al servicio de una narrativa que quiere sumergirnos en un mundo de grises, luces duras y ambientes tristes y desolados… Solo cierto exhibicionismo del director, que contrasta con la sequedad de ciertos momentos, nos recuerda que vivimos en los tiempos de la posmodernidad. No hay nada bonito en la última obra de Dominik, ningún personaje con el que podernos identificar y sí mucha incomodidad. Por esa misma razón las salidas de tono humorísticas que tiene el film resultan tan extrañas en ese mar de feroz nihilismo. Hay un difícil equilibrio en la película entre lo excesivo y lo pausado; lo reflexionado y lo nacido de las entrañas, como pone de manifiesto esos juegos con el punto de vista con uno de los personajes en el que se recrea la percepción de quien se acaba de meter un chute y la forma en la que el director dilata excesivamente esos momentos. No es extraño pues que los segmentos más surrealistas de la película estén protagonizados por este personaje, cuyas experiencias relatadas a su amigo de trena son recreadas en pantalla mediante desconcertantes flashbacks.
Todo ese aire fantasmal y melancólico que flotaba en el aire de su revisitación (y desmitificación) del mito de Jesse James a través de un sutil juego referencial al primer cine y en cuyas imágenes latían pioneros como el Edwin S. Porter de Asalto y robo de un tren; ha parecido seguir su lógica evolución para encarar la triste realidad. Mátalos suavemente es mucho más visceral que aquélla, casi como si de un grito silencioso de impotencia y de rabia se tratara, pero las sensaciones que se desprendían de aquel serio toque de atención a la cinefilia internacional resultan de nuevo muy familiares. Pero es ese mismo grito, esa obsesión por dejar claro su discurso, lo que la lleva a no alcanzar la gloria a la que, a priori, parecía destinada.
Porque si ese prólogo es una muestra de síntesis perfectamente ejecutada en lo que decir mucho con poco, el desarrollo posterior de la película va a incidir de manera casi enfermiza en esa exposición del subtexto político en superficie. Una explicitación discursiva que es trasladada incluso en boca de unos personajes que expresan el fin de una era, el del desmoronamiento de un mundo condenado al fracaso; peleles olvidados en la cuneta cuando el sistema ha considerado que han dejado de ser útiles. La política ha dejado de tener sentido y el desenfreno de optimismo tras la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca, ha dado paso al escepticismo y al desencanto. Cuando el director opta por otras vías menos expuestas o más concisas donde plasmar ese discurso, paradójicamente, la eficacia del mismo gana muchos enteros, tanto a nivel visual como mediante la introducción de algún parlamento absolutamente brillante, sea el caso del anteriormente citado monólogo del personaje de Pitt. Así, lo grotesco que resulta filmar la muerte como una preciosa coreografía a cámara lenta, regodeándose en los impactos de bala, los casquillos escupidos por la nueve milímetros o las gotas cayendo sobre los mismos; termina por convertirse en una espléndida metáfora del renqueante sistema en el que vivimos, allí donde la violencia ha pasado a ser algo banal y con el que tragamos con todo lo que nos echen casi sin darnos cuenta, siempre y cuando aparezca envuelto en un lujoso papel de regalo, obviando que tras esas cortinas se esconde quizás una realidad muy distinta y amenazante. Los discursos políticos son la banda sonora del film: en los bares que visitan los personajes, en los ilegales establecimientos de matones de poca monta donde se apuesta al póker, en las emisoras de radio que se sintonizan en los coches de los protagonistas e incluso discursos en off como el que abre la película. Y todo ello se contrapone a lo que vemos en pantalla, donde a cada discurso se corresponden unas acciones en las que destapar la verdadera naturaleza de un sistema podrido… Una idea muy interesante sobre el papel pero que, llevada a la práctica, acaba por saturar al espectador, sobreexplicando en exceso y redundando en algo perfectamente comprimible a las pinceladas del principio, el final y algunos momentos ciertamente remarcables.
Sin embargo, cuando el director espacia el discurso y parece olvidarse de recalcarlo en cada plano, la película crece a pasos agigantados, revelándose como un gélido y contundente thriller de un pesimismo atroz. La aparición en escena del personaje de Brad Pitt a ritmo del The Man Comes Around de Johnny Cash (cuya elección jamás es casual), tiene mucho que ver en esto. Él es la mano ejecutora, el hombre de negro encargado de retirar de circulación a aquellos “empleados” de una serie de entes a los que nunca vamos a ver el rostro, cuyos cuerpos siempre permanecen en off pero cuyas decisiones determinan el estado de las cosas. Sólo el personaje de Richard Jenkins, quien actúa como intermediario entre los peces gordos y los verdugos, aglutina en sí mismo todas las voces de aquellos que temen mancharse el traje. Y es que en un mundo en el que se prima la productividad y la competitividad, ni siquiera entre los asesinos a sueldo hay piedad. El ser humano ha pasado a ser pura mercancía y objeto de negocio. Los sentimientos han dejado de tener vigencia y las segundas oportunidades son una quimera. Es la era de la decadencia, el fin del sueño americano.
Por eso no es casual el vuelco político de Dominik y la insistencia con la que expone su discurso. En sus imágenes late la pulsión de la sociedad, siendo fiel reflejo de ese declive de una era que, vista en perspectiva, nunca fue tan bonita como nos la vendían… a fin de cuentas, quizás a ese retrato de la hipocresía capitalista le corresponde un discurso carente de sutilidad a la hora de ser expuesto, sobre todo ahora que los hilos han pasado a ser tan visibles a ojos de cualquiera y las máscaras han caído para revelar su verdadero e inmisericorde rostro.