4 de octubre de 2024

Especial San Sebastián (I)

Repasamos lo que dio de sí la ineludible cita cinéfila donostiarra.

Sería difícil y hasta injusto hacer un juicio de valor negativo sobre esta 60ª edición del Festival de cine de San Sebastián, no sólo por el motivo más evidente, la crisis productiva que se ha instalado como un mal endémico en el vapuleado mundo del celuloide (hola, ministro Wert) sino también por la coincidencia de fechas del Zinemaldia con dos citas de tanto peso como la Mostra de Venecia y el nuevo gigante del mundillo, el dominador y mastodóntico Festival de Toronto que de unos años a esta parte se ha convertido, junto con Cannes, en la referencia obligada para quien quiere contar algo en la industria y que fuerzan a Donosti a tener que conformarse con los desechos de tienta que dejan caer sus hermanos mayores. Aún así, desde nuestro punto de vista, San Sebastián ha conseguido hacerse con alguna obra de relevancia para su sección competitiva que, junto a la magnífica Zabaltegui Perlas, han logrado que esta cita con el Kursaal y el Victoria Eugenia como testigos fuera, si no sobresaliente, al menos muy excitante. Vamos a intentar repasar de una forma más reposada que ha sido lo más destacable (para bien y para mal) del evento cinéfilo más importante de nuestro país.

Hombre rico, hombre rico

Y claro que la mentada crisis financiera no podía faltar siendo el cine como es el arte más apegado a su tiempo, el que narra desde un punto de vista más cercano al individuo medio la convulsa realidad que nos rodea y/o condiciona, un barómetro en cierto sentido del volumen de presión que soporta nuestra sociedad. El caso es que Arbitrage, la película encargada de abrir el Festival, se presentaba como una especie de vía intermedia entre la denuncia social a lo Wall Street o La hoguera de las vanidades y el thriller sincopado de giros de guión y falsos culpables. Lo malo es que este navegar entre dos aguas consigue que la cinta se hunda en el mar de la indeterminación, no consiguiendo que nos sentemos incómodos al filo de la butaca en su faceta hitchcockiana o construir un alegato aleccionador en su tibia denuncia del modus operandi de ese Amo del universo representado por un correcto Richard Gere. El problema de Arbitrage es que se adivina casi todo y lo que no se adivina resulta tan tibio que nos provoca la más absoluta de las indiferencias, lo cual, claro está, es un pecado mortal en este tipo de producciones.

Y si la indeterminación, la tibieza es la cruz de El fraudeexactamente lo contrario sucede con Le capital y es que nadie en su sano juicio acusaría al director greco-francés Constantin Costa-Gavras de no mojarse en su ya larga filmografía, de ser poco comprometido con las historias que cuenta. Quizás este exceso de compromiso sea el culpable de que su cine, en ocasiones, pueda ser considerado como poco objetivo, quizás todos con el tiempo nos vayamos radicalizando en nuestras posturas y ahí es donde topamos con Le capital, víctima de su propia impetuosidad, culpable en su afán de usar los trazos más gruesos posibles para así hacer legibles para el espectador medio los complicados mecanismos del perverso sistema financiero. <<Soy el Robin Hood moderno, robo a los pobres para dárselo a los ricos>>, no creemos necesario explicitarlo, al fin y al cabo todos conocemos las reglas del juego, no nos revolquemos en lo obvio, no seamos tan Michael Moore, en definitiva, cultivemos el difícil arte de la sutileza si es que eso es aún posible.

El cero y el infinito

No, no es que se haya adaptado para la gran pantalla la magnífica novela de Arthur Koestler sobre las purgas estalinistas y cuya lectura recomendamos vivamente, si no que dentro del marco de la Sección Oficial se presentaban dos obras tan opuestas en sus medios como en sus pretensiones artísticas aunque con la finalidad común de causar ese misterioso sentimiento llamado emoción en el espectador. Una mediante la grandilocuencia y el derroche de medios, otra mediante el recurso al minimalismo narrativo. La primera, seguramente muchos ya lo habréis adivinado, se llama Lo imposible y narra la Odisea de un Ewan McGregor convertido en un particular Ulises en bermudas en busca de su Penélope (una efectiva Naomi Watts) en medio del caos producido por el Tsunami que golpeó las costas asiáticas en el 2004. Lo imposible es, digámoslo ya, la madre de todas las disaster movies, la evolución genética de la manipulación emocional y en la que son tan evidentes sus trampas (ay, ese crescendo hospitalario) como su efectividad, o si no que se lo pregunten a las señoras a las que hubo que evacuar de la sala en estado de shock (o de filiación con la distribuidora, dicen las malas lenguas). Es previsible que el film de Bayona sea juzgado en virtud de si se acepta el chalaneo que propone o si se observa desde la lejanía cínica, desde aquí podemos entender cualquiera de las dos posturas porque siendo partidarios de la segunda no pudimos evitar caer en la primera, vamos que hubo momentos que nos emocionamos un poco, para qué lo vamos a negar, en los que mordimos el anzuelo a sabiendas de que lo era, pues eso será un mérito, digo yo.

El reverso de la moneda de la elefantiasis emocional-narrativa de Lo imposible se llama Días de pesca y la dirige el argentino Carlos Sorín, un especialista en esto del minimalismo argumental. Se trata básicamente de causar el vértigo desde lo cotidiano, de no atizar al espectador con la plasmación de los tormentos sino sugerir otros, quizás más profundos, mediante una mirada, un gesto, un dolor, un mareo en el mar. Hablamos en definitiva reducir la alquimia de lo sensitivo a su mínimo común, a un lugar en que cada uno de nosotros pueda reconocerse. Cuenta para ello, ya lo decíamos, con la experiencia de Sorín en estos terrenos y con la triste figura de Alejandro Awada, que construye una de las mejores actuaciones del Festival. Ya lo saben: tesis o antítesis, el cero y el infinito, a ustedes les toca decidir.

Crónica de Martín Cuesta

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