16 de abril de 2024

Críticas: La hija de mi mejor amigo

Seguimos con la comedia romántica, toca repasar La hija de mi mejor amigo.

La búsqueda y conservación de la felicidad es uno de los temas más universales del ser humano y, por tanto, del cine. Encontrar la plenitud en la vida y superar las mentiras que nos rodean. Pero la mayoría de las veces es muy complicado principalmente porque no sabemos lo que queremos, o porque lo que no hace felices hace desgraciados a los demás, y en consecuencia también a nosotros. Son estas ideas sobre las que se basa La hija de mi mejor amigo, la última producción indie que llega a nuestras pantallas, como muestra más que de una evolución del género, de un estancamiento del mismo.

Los Walling y los Ostroff son dos familias que viven en el mismo barrio y son amigos de toda la vida. La aparente situación idílica se revelará muy distinta a raíz de un hecho fuera de lo común: la hija de los Ostroff y el padre de los Walling se enamoran. Pero la historia no gira solamente en torno a ellos, sino a todos los miembros de las dos familias, quienes, cada uno a su manera, encontrarán en esta bizarra situación una manera de encarrilar sus estancadas existencias. Como digo, prototípica de comedia dramática indie, La hija de mi mejor amigo sigue tan al pie de la letra los patrones establecidos del género, que no resulta tan natural y fresca como suelen ser este tipo de películas, está demasiado encorsetada, demasiado programada.

Resulta chocante que alguien como Julian Farino, director procedente del mundo de la televisión que ha trabajado mucho para la HBO, haga en su paso al cine una película tan carente de descaro y de espontaneidad. Es además en exceso superficial, orientada a buscar la risa (una risa que pocas veces consigue) más que la reflexión. Para ser una crítica contra las normas de conducta propias de la sociedad conservadora, acaba contradiciéndose ella misma siendo en exceso tradicionalista en su forma y en su desarrollo. Se echan de menos más mala leche y cinismo, que sólo vemos claramente en el personaje de Allison Janney, o en ese momento en que Catherine Keener arrasa con toda la decoración navideña en lo que se puede entender como una metáfora de la falsedad que rodea a estas fiestas en particular y a nuestras vidas en general.

El hastío existencial que sufren los personajes, encarnado especialmente en el de Alia Shawkat, narradora de la historia, parece transmitirse a las interpretaciones del, por otro lado, excelente reparto. La única excepción es la encantadora Leighton Meester, que debería tomar el relevo como nueva musa del cine indie. Tampoco resulta ninguno de ellos especialmente empático, por lo que las situaciones nos resbalan bastante. Hugh Laurie, aunque correcto, nos deja demasiado fríos para lo que nos tiene acostumbrados. El problema también es que no existe demasiada química entre él y Meester, y eso hace que su affaire se vaya desinflando poco a poco según avanza. No hay apenas pasión, ni entusiasmo. De los demás, Allison Janney es, como he dicho, la que más divertida y mejor está, Oliver Platt en su habitual papel de graciosete sin más profundidad, y el personaje de Catherine Keener es absolutamente inaccesible casi todo el tiempo, es plano y a la vez confuso, menos al final, cuando se comprenden más sus reacciones.

La hija de mi mejor amigo puede ser la versión insustancial y desapasionada de American Beauty, una historia con un potencial estupendo que se queda a medio camino entre la comedia y el drama. Demasiado tibia, cuando los temas que tiene de fondo (la infidelidad, la soledad, la frustración con uno mismo, la madurez…) son mucho más amargos. Se deja ver, pero sin más. Una lástima.

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