Grecia, una vez más, nos golpea con su cine.
Un joven se despierta en un pequeño y austero apartamento de la gris Atenas del presente. Se prepara para ir a una audición de la que espera ser escogido mientras la cámara, inquieta, no se despega de su rostro. Un canario mitiga su soledad mientras ambos comparten el alpiste. La dificultad de llevarse algo a la boca en el día a día va a llevar al límite la frágil psique del joven protagonista mientras la realidad del país, poco a poco, va tapiando cualquier rendija por donde poder respirar…
Enmarcada en la nueva ola de cine griego nacida justo cuando el país heleno se ve sumido dentro de un contexto político, económico y social con tintes ciertamente catastróficos, Boy Eating the Bird’s Food, debut en el largometraje de Ektoras Lygizos, se basta del anodino día a día de ese errático y perturbado joven en paro para tejer un profundo y demoledor discurso sobre una contemporaneidad sumida en la recesión. A su vez, una de las máximas que vertebran las obras de esa nueva ola de jóvenes realizadores helenos que, con Giorgos Lanthimos a la cabeza, exponen sin tapujos, directa o indirectamente, la decadencia de un mundo en declive. Es el cine de la crisis, surgido de los cascotes del quejumbroso edificio capitalista, poblado de personajes asfixiados, enajenados, incapaces de reaccionar ante una violencia estructural más evidente que nunca. Dejando al descubierto las enormes brechas y la absurdidad de un sistema injusto y desigualitario. Pero es también el vivo ejemplo de la simbiosis del cine con la sociedad, conectado al tiempo histórico, testimonio directo, plasmador de una realidad en la que la recurrente trastienda de un mundo tambaleante, disfrazada o no, se dibuja en el horizonte como inmutable telón de fondo. Porque detrás de una familia que, en su intento de proteger a los vástagos de los males del mundo contemporáneo, se halla, entre otras cosas, la destrucción del individuo, la pérdida de toda una generación (Kynodontas, Giorgos Lanthimos, 2009). Porque detrás de ese grupo de personas que se ofrecen a ocupar momentáneamente el hueco dejado por la pérdida de un ser querido para mitigar el sufrimiento, solo hay un abismal vacío existencial llevado hasta el límite de lo absurdo (Alps, Giorgos Lanthimos, 2011). O porque detrás de las excentricidades de ese joven en paro que canta sin comprender lo que recita o que aprovecha cualquier ocasión para poder llevarse algo a la boca, se esconden los estragos de una depresión total y desintegradora que lleva ya su veneno a todos los rincones de la vida diaria.
A la realidad del presente, visible bajo sus propuestas argumentales, se le une un clima malsano, casi enfermizo, una violencia latente que estalla sin avisar, la sequedad expositiva, la explicitud y la aspereza temática y formal de un cine profundamente perturbador, crudo y pesimista. Pero mientras la obra de Lanthimos se construye a través del plano fijo, el uso del encuadre y con Michael Haneke como referencia ineludible (con un negrísimo humor del que carece el austríaco), Ektoras Lygizos apuesta por una steadycam temblorosa y enfermizamente pegada al cuerpo de su personaje principal, convirtiéndose en una película de fuerte carga psicológica donde el punto de vista aparece claramente perfilado. La austeridad y estrechez de los espacios, los planos cerrados y los primerísimos planos crean un clima asfixiante y opresivo que enclaustran a un personaje llevado al extremo y todo lo que ello conlleva. Las consecuencias de una cada vez mayor presión de la realidad social, la soledad, el autismo del personaje, la indiferencia y la falta de alimentación llevan a la película hacia un crudo y demoledor proceso de desintegración físico y mental de un personaje cuya frágil línea entre cordura y locura acaba por romperse. Y es en esos terrenos donde la película más recuerda a David Cronenberg. Ni siquiera en la búsqueda casi animal de esa recepcionista que desea el personaje llegan a existir puntos de fuga que sirvan de respiraderos no solo al espectador, sino también al propio personaje principal.
Boy Eating the Bird’s Food, como las obras que caracterizan este resurgir del cine griego, no resulta fácil de ver. La dureza de lo expuesto y el minucioso retrato desintegrador del individuo dan lugar a secuencias que, sin duda, serán carne de polémica por la crudeza y lo explícito de lo mostrado. Quizás no es más que el reflejo del depresivo estado anímico de todo un país en el mismo instante en que vuelve a evidenciarse el fenomenal estado de salud que vive la cinematografía helena actual. Ante la realidad de los desahucios, el drama del desempleo y el acelerado exterminio del concepto de la clase media no parece haber lugar para el optimismo. El contexto lo marca…