La nueva película de Alberto Morais tras Las olas se ha proyectado en el Festival de Moscú. Tuvimos la suerte de verla antes de su partida hacia la capital de Rusia.
La (auto)consciencia cinematográfica se da cita en Los chicos del puerto; su arranque pudiera ser concebido como un contraplano del cierre de Las olas mientras que la invisibilidad se impone como telón de fondo narrativo y metaficcional. Precisamente nos encontramos ante la propia falta de corporeidad de un cine castigado por la etiqueta de lo preconcebido o la sencilla e imposible aventura de germinar en una cartelera patria en absoluto retroceso. La película se sumerge necesariamente en un baño de honestidad y escape del propio cineasta sobre los márgenes establecidos; como si ese escarpado arrecife de hormigón que refleja en su guión fuera la imposición cinematográfica nacional de productos tan añejos como anacrónicos, tan inhabilitados de cualquier posibilidad contemporánea desde sus anclas impregnadas de pesada falsedad.
No habita en Los chicos del puerto ningún atisbo de cine social ni estigma de cualquier aquiescencia hacia cualquier marginalidad de esa —definida por el propio cineasta— ‘isla’ de Valencia llamada barrio de Nazaret. Ni tampoco cualquier concesión a un discurso sobre la Guerra Civil, pese a existir una guerrera militar como mecanismo para provocar el escape de los personajes. No estamos ante la Barrio del post-cine patrio aunque pudiera encuadrarse dentro de las cardinales fílmicas de Abbas Kiarostami y Hirokazu Koreeda. No nos hallamos, por lo tanto, ante una nueva Kiseki (Milagro) ni ¿Dónde está la casa de mi amigo?, sino al desarrollo de la dialéctica propia del cineasta con el espacio y al distancia que generan sus personajes. Hay una misión y un viaje, un destino y la elaboración de una cinta de aventuras partiendo desde la desnudez de cualquier recurso dramático y desarbolando los elementos ornamentales y sentimentales salvo la incursión de música extradiegética como única licencia formal. Bienvenidos a un mundo en el que nadie sonríe, nada es fácil (sin dinero) y el espacio (dantesco) se conforma con el personaje. Les debe sonar cada vez que cogen el transporte público, ¿verdad? Morais trabaja sobre el medio y el uso del silencio, sobre la incapacidad de evolucionar por parte de unos personajes atrapados en un mundo extraterrenal.
Existen numerosos anacronismos que aportan una dimensión de atemporalidad a la obra y permiten la admisión de numerosas lecturas. ¿Podría ser el encierro con llave y cerrojo del abuelo una alegoría sobre el olvido de las siguientes generaciones sobre La Guerra Civil? ¿Realmente existe ese hombre muerto o parte de la necesidad de completarse como conflicto (y maldición de los personajes) sugiriendo un ciclo en cada proyección? Aquí yace un componente metafórico desde cierta esencia post-apocalíptica; el protagonista juega —ocultando la pelota como si fuera un acto prohibido dentro de su hogar— en un paisaje solitario y abandonado frente aquello que en el pasado fue un cine. Reside, en cierta medida, una sensación de purgatorio existencial, como si en cualquier momento pudiera emerger un punto de giro shyamalaniano para indicarnos que todos están muertos… y los vivos yacemos al otro lado de la pared de ese cine moribundo.
Convenientemente el abandono se consolida como motor y aire sobre el que respira Los chicos del puerto, una apatía a nivel espacial y humano de un chico que se ha convertido en un fantasma para la sociedad y su propia familia. Solamente sus dos amigos, Lola y Guillermo, parecen dotarle de cierta corporeidad así como otros niños…en ese trazado de mundos generacionales en paralelo. Posiblemente no importe el elemento para buscar una aventura y una guerrera se convierte en McGuffin para propulsar un viaje realmente sin rumbo, pese al sometimiento de la estructura vertebral de actos, un (anti)clímax y un desenlace (y fin). El filme cede y se ciñe ante esquemas previos del género, pero desmantela cualquier componente y concesión en la huida de la realidad impuesta para escapar hacia la despedida como peripecia. Miguel, Lola y Guillermo simplemente están solos… formando una extraña familia para desvanecerse de las suyas propias. De nuevo, tenemos una visión cinematográfica sin aspavientos ni manipulación, ni puntos de vistas intrincados e impostados para quebrantar la objetividad del espectador. Reiteradamente, se crea en la imprescindible cinta la épica de lo aséptico, desmitificando cualquier conquista y despojando de belleza lo emocionalmente trucado, surcando las orillas de lo (extra)ordinario mediante la simpleza de la letanía y, en definitiva, el escape para el propio espectador reconstruyendo una historia que tal vez nunca estuviera allí. ¿Hemos acabado también los propios espectadores siendo los secundarios de esta historia de fantasmas que nos cuenta con absoluto pulso cinematográfico Alberto Morais, partícipes de un cine cada vez más espectral y a punto de desvanecerse para siempre?