Radiografías de países de ayer y de hoy.
El conocimiento intuitivo es la esencia de lo acientífico, una voz que no viene dictada por la razón o la experiencia sino por el ruido que surge de las tripas y que se impone a todo lo demás. A veces esta voz es tan alta que convierte la experiencia individual en colectiva y las salas de cine suelen ser un lugar adecuado para que la alquimia funcione, tanta gente compartiendo vaivenes emocionales es el primer requisito del hechizo, su sustrato físico. El año pasado sentimos esta pulsión con dos obras que se convirtieron en las películas claves del certamen, por el contrario, en este 2014, los amores habían sido mas cerebrales que físicos, las sensaciones reguladas por el filtro de lo racional hasta que llegó un hombre desde Rusia y todo cambió pero… comencemos esta crónica por el principio.
Ken Loach me provoca cierta ternura, quizás porque encuentre en su cine esa inocencia surgida de una visión de un mundo pintado en colores primarios o quizás por su necesidad de reforzar el metraje de sus films, Jimmy’s hall es el último ejemplo, con subrayados discursivos que resaltan, como si usara un rotulador fluorescente, qué es lo relevante y qué lo superfluo de la maraña de planos. Evidentemente esto genera ciertas dudas ¿será esta tendencia a reforzar las imágenes con textos explicativos originada por la poca fe del autor en las mismas?¿será Loach consciente de la poca fuerza que poseen para conseguir la vinculación emocional del espectador?. Esta forma de entender su cine es, en cierto sentido, amable con el británico, implica autocrítica y, consecuentemente, humildad. Pensar en cambio que la mencionada falta de fe no está en la relación del director con su obra sino en la capacidad del espectador para entenderla, se revela como una alternativa más sombría y que haría del querido abuelo cebolletas un tipo un tanto mesiánico, convencido de su papel de comadrona de la historia, un bolchevique del fotograma, en definitiva. Se dice que Jimmy’s hall es su última película y esto no se entiende demasiado bien, a fin de cuentas todos sus films comparten pátina, espíritu, intención, etc. son obras vocacionales y uno sólo abandona los trabajos, no las inclinaciones, sobre todo cuando está convencido de la necesidad de éstas. Es curioso, al final, Loach va a ser un tipo más enigmático de lo que parece.
Después de este ejemplo de divorcio entre el autor y sus imágenes, dábamos un giro copernicano al tema puesto que tocaba enfrentarse a Alleluia de Fabrice du Welz. El director belga nos parece un tipo absolutamente pendiente del plano formal de sus obras, un obseso de la imagen y de las texturas, de ésos que creen que el medio es el mensaje, algo que comparte con compatriotas como Helene Cattet y Bruno Forzani pero desde una perspectiva más narrativa, sin la reflexión semántica de los creadores de L’etrange couleur des larmes de ton corps. El film que presentaba suponía un nuevo acercamiento a la historia de Raymond Fernandez y Martha Beck, cuya historia ya se llevó a las pantallas en el clásico de culto Los asesinos de la luna de miel (Honeymoon killers – Leonard Kastle, 1970) desde una perspectiva, eso sí, muy diferente. La densidad de los 16 mm. y la asfixiante cámara marcando muy de cerca, sin dar apenas un respiro, a una impresionante Lola Dueñas, se revelan como herramientas extraordinariamente adecuadas, enrareciendo fotograma y ambiente, para narrar este cuento macabro de amores, embrujo y crimen. Los (atroces) golpes de humor repartidos a lo largo de su metraje terminan por cerrar el círculo de un film tan extraño como atractivo.
Y llegaba el momento del día, quizá el del Festival, Andrey Zvyagintsev presentaba Leviathan, película de la que sabíamos apenas nada debido a la proverbial tendencia del cineasta ruso a no otorgar información de sus obras previamente a su estreno. El caso es que aquí sólo existe un protagonista, un país llamado Rusia que se pudre como un gigante caído en la orilla de sus propios pecados. La corrupción, el peso de la tradición autoritaria, la destrucción del núcleo familiar, el dominio de los jerarcas regionales, etc. todo un compendio de taras que transforman al majestuoso animal que da título al film en un colosal esqueleto de huesos blanqueándose al sol del verano ártico. En realidad Zvyagintsev no busca la excusa fácil del enemigo exterior para explicar los males del país sino que, dentro de esa tendencia tradicional de la iglesia ortodoxa a la exhibición pública de la culpa propia, habla de Rusia como el causante de sus propios males.
Formalmente existe en Leviathan una sobresaliente conexión con lo narrado gracias a una planificación solemne, mantenida en el tiempo, casi Tarkovskiana. No parece que se pueda contar de otra manera el declive moral, económico, ético, etc. de una sociedad donde todavía encontramos remanentes de un pasado feudal. Parece que para Zvyagintsev el pasado socialista del país sólo se hubiera mantenido incólume en los feos retratos de los líderes de antaño, alguien con los que practicar el tiro, tras la ceguera sobrevenida por el exceso de vodka. Una mirada en definitiva, tan excepcional en lo artístico como afinada en lo político. No se irá de Cannes sin premio, o al menos eso esperamos. Spasibo, Andrei!