16 de abril de 2024

D’A 2014 (y V)

Stray dogs

Epílogo – Fantasmagorías en el vacío. Un apunte sobre Stray dogs.

Tsai Ming Liang es uno de esos cineastas que enfrentan el abismo sin que lo separe red alguna. Entre otras cosas porque es de ese mismo vacío del que se nutre su trabajo como cineasta. Nada nuevo, por otra parte, después de casi una veintena de películas tras sus espaldas. Y sin embargo, quizás nunca había llegado a los extremos que explora en su (pen)último trabajo. O al menos no de un modo tan abiertamente desesperanzador. Stray Dogs habla precisamente de eso: de perros errantes, extraviados. Los mismos perros que una dependienta de supermercado alimenta cada noche en un edificio en ruinas. Pero también de esos otros que vagabundean en el extrarradio y han adquirido apariencia humana, desahuciados de las contaminadas mieles del capitalismo. Un mundo moribundo donde la respiración, casi única banda sonora, parece acompasar el ritmo letárgico de unos personajes reducidos a un estado primitivo, limitados a unas necesidades básicas que pasan por comer y expulsar fluidos corporales. El sexo, esta vez, queda imposibilitado por el rechazo al contacto físico con un cuerpo-recipiente que, utilizado para vender un producto, ha metamorfoseado en un estático mástil. Como si el estatismo de su personaje contagiara también a la puesta en escena, la cámara solo saldrá de su estatismo cuando los cuerpos inicien un movimiento a lo largo y ancho del plano. Este movimiento adscrito al movimiento del actor, tan propio del clasicismo, es el encargado de hacer colisionar la narrativa clásica con una temporalidad del plano llevada al extremo.

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La metáfora busca ser conscientemente evidente, visiblemente gruesa. Resulta curioso, sin embargo, como a veces de lo grueso de un planteamiento puede llegar a brotar una sensibilidad marciana. En El sabor de la sandía (Tian bian yi duo yun, 2005), lo grotesco que puede haber en mostrar, de manera frontal y en primer plano, una tosca penetración bucal (y la posterior eyaculación) es reconvertida, dentro del mismo plano, en la bella síntesis definitiva de todo el discurso del film. En Stray dogs, la sugerencia con la que está descrito el camino que ha llevado a ese padre (interpretado, una vez más, por Lee Kang-sheng) y sus dos hijos al vagabundeo choca con la transparencia de su discurso, con su exposición extrema como respuesta a un contexto determinado. Aunque el cine de Tsai Ming Liang siempre ha sido un espejo donde la realidad encuentra su reflejo, en su penúltima película, más que nunca, el contexto socioeconómico penetra en los márgenes del cuadro con una virulencia feroz. ¿Se ha vuelto la realidad tan opresora como para imposibilitar la ligereza y el humor que otras veces ha caracterizado el cine de Tsai?

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La transparencia discursiva en Stray dogs, sin embargo, habla también de otra translucidez que afecta a personajes y espacios convertidos en fantasmagorías. El de una Taipei anegada por la misma lluvia apocalíptica de The hole (Dong, 1998), repleta de espacios desiertos y casas enfermas que, haciendo friccionar realidad y ficción a través del trabajo con el espacio y la palabra, aparecen invocadas por una ruptura narrativa tan lynchiana como la que daba pie aquella caja de Mulholland drive (2001).

Los edificios en ruinas de un pasado demasiado reciente también esconden murales ante el que los personajes se petrifican -aparte de Dreyer, ¿cuántos han sido capaces de convertir en acontecimiento el mínimo gesto del cuerpo o el rostro de un actor como lo hace el cine de Tsai Ming Liang?-. El mural, la copia de una fotografía del pasado colonial de Taiwán, reverbera los orígenes del neoliberalismo en interminables planos-síntesis ante los que, personajes y espectadores, nos vemos obligados a afrontar. El punto culminante a una película capaz de llevar sus planteamientos hasta las últimas consecuencias: filmar el vacío para hablar del vacío.

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