Sitges is not dead.
Joe Dante merece sin duda respeto, ni que sea por haber firmado una de las películas más intergeneracionales que se puedan recordar, Gremlins. Con ello es cierto que, sobre todo, a medida que pasa el tiempo sus obras se tienden a valorar más de la nostalgia y el cariño que desde una posición, no diremos objetiva, pero sí distanciada.
Eso es precisamente lo que ocurre con Burying the Ex, una película que con facilidad podría ser emitida en cualquier cadena en horario infantil. Esto evidentemente no es condenable per se ya que el que un producto sea para todos los públicos no tiene porque estar reñido con su calidad. Lo que sí se echa en falta en una película como ésta es la capacidad que tenía antaño Dante de entretejer hilos de perversidad, perfectamente disimulados en la presunta amabilidad de sus películas.
Burying the Ex no deja de ser un mal exploit del fenómeno zombi, ahora convertido en cultura pop, que se deja ver por sus dosis de simpatía y poco más. Se siente, y eso es quizás lo peor de la película, que detrás de la chapuza referencial a la que asistimos había material más que de sobras para explotar, para realizar, no un film hardcore, pero sí más poderoso en mala leche.
Precisamente mala leche es lo que lo sobra a William Friedkin en Sorcerer. Dejando la lado la lógica expectación por ver la versión sin recortes, lo que impacta de la versión que hace Friedkin de El salario del miedo es como, sin perder la esencia del film de Clouzot, consigue llevarla a terrenos mucho más pantanosos.
Efectivamente, si en el film de Clouzot asistíamos a un descarnado alegato denunciando la situación de cuasiesclavitud de los marginados sin nombre, Friedkin, sin descartar el tema completamente, se inclina por una filmación salvaje, psicotrópica, que coquetea abiertamente con los códigos del cine de terror. Una elección que se antoja certera porque desde el punto de vista de los sucesos que acontencen a los personajes es ciertamente terror en estado puro. No se necesitan psicópatas con máscaras, ni truculencias impostadas en el sonido, todo se reduce al retrato directo y sin disfraces de seres humanos egoístas, sin alma, que trafican sin piedad con las necesidades de unos desesperados que, por otro lado, tampoco son unos santos. Es una lucha despiadada, un «el hombre es un lobo para el hombre» constante. Una lucha que se traslada a una naturaleza que se presenta casi rabiosa, vengativa ante la injerencia del ser humano.
Una película pues que no deja espacio para la esperanza ni para la piedad. Esta sólo se insinúa en una última secuencia final que abre la puerta a una cierta redención para que acto seguido Friedkin la destroce en un fuera de campo solemne, triste y prodigioso por su silencio funerario mientras el mundo sigue su curso. Un no one cares que deja un sabor agridulce, el del mensaje devastador y el de la percepción de recuperar una obra tan increíble como infravalorada.