18 de abril de 2024

Críticas: El francotirador

AMERICAN SNIPER

Dedicamos dos textos a la nueva película de Clint Eastwood.

El arte de la guerra por Mª Carmen Fúnez Galán

A veces resulta tan difícil sentarse a analizar una película cuya temática puede provocar la herida de determinadas sensibilidades, e incluso el más absoluto de los rechazos, como difícil es trasladar unos ideales moralmente censurables desde un enfoque ético o cultural diametralmente opuesto a la gran pantalla sin juzgarlos, aun con el riesgo de que, al hacerlo, pueda parecer que pretende el efecto contrario. O estás conmigo o estás contra mí. Podría esta frase ser el resumen de lo absurdo de las guerras como también de las reacciones que El francotirador ha suscitado a lo largo del mundo desde su estreno en Estados Unidos, en las que se tacha a la película de heroica o de exaltación del fascismo imperialista según los ojos ideológicos con los que se mira la historia que se cuenta. Algo igualmente exento de razón cuando se trata de narrar la historia según la cuenta su protagonista sin añadir ningún otro punto de vista.

Eso es lo que hace Clint Eastwood al acercarse a la autobiografía del marine Chris Kyle, un francotirador destinado en Irak que fue considerado una leyenda por convertirse en el francotirador más letal de la historia de Estados Unidos con 160 bajas de insurgentes. Un triste récord que sin embargo, en la sociedad que retrata la película, es merecedor del estatus de héroe y que Eastwood plasma como mero testigo sin entrar en ningún juicio de valor, reflejando únicamente en la pantalla la visión que Kyle tiene de la guerra, de su propósito y de la vida en general. Todo está contado desde el prisma de la ideología y las creencias del protagonista en cuestión, una persona educada en un mundo en el que el fuerte debe proteger al débil, en el que el único Dios es aquel en el que cree y en el que el deber con la patria está por encima de cualquier planteamiento ético o moral. Al igual que un creyente obedece las leyes de Dios sin cuestionarse sus mandatos, Kyle y el resto de marines obedecen la llamada de la patria para defenderla de sus enemigos. No importa quienes sean, ni las motivaciones que les lleven a luchar, no son más que salvajes para Kyle y como tales no hay un punto de vista desde el otro lado de la lucha. En un momento del film, el protagonista compara el campo de batalla iraquí con el lejano oeste y como en los westerns más clásicos, el héroe es quien defiende a golpe de revolver el terreno que él mismo ha ocupado de sus legítimos y antecesores habitantes. Kyle no concede humanidad a los iraquíes como el séptimo de caballería no se la concedía a los indios. Son simples objetivos a los que hacer caer y con ellos aumentar la leyenda del héroe, el mal al que combatir, el mal que no sufre agonías cuando cae, el mal que no arrastra secuelas de la guerra.

AMERICAN SNIPER

Como decía al principio, Eastwood no juzga pero tampoco enaltece al protagonista. Transita por un mundo que rinde honores a quien más seres humanos mata y que le agradece que lo haga para mantener ese mismo mundo a salvo. Un mundo que visto desde cualquier otra perspectiva ideológica o cultural puede resultar desde inconcebible hasta tremendamente ofensivo. Pero un mundo que, al fin y al cabo, existe y queda retratado en El francotirador de una manera tan fiel que en ocasiones es difícil discernir hasta qué punto es o no un mero reflejo objetivo del mismo. Esa es la grandeza de un realizador que es capaz de filmar la crudeza de la guerra en unas impresionantes escenas bélicas, mientras va mimetizando el entorno en el que sus personajes se encuentran inmersos con las emociones internas de éstos. Sólo que el amor, la venganza o la justicia son conceptos con los que cualquiera en cualquier parte del mundo puede identificarse. El patriotismo sólo depende del color de la bandera en la que se envuelve.

La triste balada del verdugo por Daniel Jiménez Pulido

Vaya por delante que El francotirador, el último trabajo de un Clint Eastwood en plena forma, es, entre otras cosas, una película profundamente incómoda. Una incomodidad que no sólo se encuentra en la superficie del discurso que aquí se plantea (¿qué posición moral tomar ante el retrato de un adormecido verdugo adiestrado por el Estado?), ni tampoco en la crudeza expositiva de los estragos de una guerra a la que Eastwood nunca le pierde la cara, sino también en el brutal choque cultural que, de manera inconsciente, emerge de forma arrolladora como un descontrolado tren de mercancías.

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Es una colisión entre dos miradas diferentes a la hora de interpretar el mundo, la de la Norteamérica ultraconservadora de Sarah Palin y la progresista de Michael Moore, la mirada europea y aquella proyectada desde el corazón de la Norteamérica más cerrada sobre sí misma. En la película de Eastwood este violento encuentro de culturas surge desde las entrañas, casi como una irracional cuestión de fe, parte intrínseca del ADN de un film que nace de todo ese imaginario cultural de la Norteamérica Profunda. Es ese mismo espacio geográfico donde se ubica el hogar al que los personajes de El francotirador anhelan regresar tras una larga estancia en el Infierno. La patria de Chris Kyle, el francotirador más letal en la historia del Ejército de los EEUU, es la Texas de Bush, la Norteamérica de los rodeos y los cowboys, la de aquellos padres que se despiden de sus hijos al grito de un trasnochado “cuida bien de las chicas en mi ausencia”, la de los Patriot Tours, la de la familia, Dios y las armas, la que cree ciegamente en el blanco y en el negro, la que asume sin reflexión la existencia de un Mal personificado en aquello que habita fuera de las fronteras mientras la televisión le señala al malvado de turno, al nuevo “salvaje” enemigo de la Nación.

Precisamente frente a las imágenes de un televisor (la de los atentados contra intereses norteamericanos en el extranjero primero, y el 11-S después), el redneck decide poner su mente y cuerpo al servicio del Estado, adiestrado para la muerte sin más razón que la de proteger la patria de aquellos que quieren atentar contra ella. Cuando después de cuatro despliegues en Irak, el Chris Kyle interpretado por Bradley Cooper regresa definitivamente al hogar, la macabra sinfonía de la guerra resuena mentalmente frente a un televisor apagado, el mismo que había despertado sin condiciones una bestia interior que ha nacido para quedarse y que ahora, hecha su función, ya no ofrece respuestas con las que aliviarle.

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Como en Banderas de nuestros padres (Flags of our fathers, 2006), Clint Eastwood, coherente como siempre, rechaza la glorificación de la guerra para centrarse en el efecto devastador de esta sobre los cuerpos y las mentes de los que se han manchado las manos de sangre. El primer cuerpo que Kyle tiene en su punto de mira en Irak es un niño que sostiene una granada antitanque que le acaba de dar su madre. Kyle, como cuerpo-recipiente adiestrado para no pensar, no duda en abatir a ambos. En otro tenso momento de la película, cuando Kyle y sus compañeros de armas son asediados en el tejado de un edificio, una tormenta de arena inunda las imágenes de polvo y siluetas apenas distinguibles mientras se produce un violento intercambio de disparos. Sin rehuir la crudeza del primer momento y acudiendo a lo anticlimático del segundo, Eastwood torpedea la línea de flotación del triunfalismo belicista a la vez que busca empatizar con los suyos, esa carne de cañón preparada, empaquetada y enviada lista para hacer el trabajo sucio. Porque para el director de Cartas desde Iwo Jima (Letters from Iwo Jima, 2006), en una guerra el verdugo puede llegar a ser también víctima de ese gran sinsentido.

La impenetrabilidad del rostro de Kyle, su máscara de indiferencia ante lo que hace no solo lo aleja de la humanidad sino que tampoco puede evitar esconder al monstruo que late interiormente en su regreso a la vida civil. Las progresivas elipsis a las que son sometidas las escenas de la vida familiar de Kyle y la mayor preponderancia de las escenas bélicas, hablan, como en el cine de Steven Spielberg, de los devastadores efectos abrasivos de la guerra sobre los pilares del núcleo familiar. Cuando la realidad penetra en la ficción a través de los veteranos de guerra y la unificación familiar en el hogar de los Kyle vuelve a reedificarse para subrayar el ferviente neoclasicismo de su director, se termina concediendo la redención a un personaje forjado en esa misma Norteamérica de la que Eastwood siempre se ha enorgullecido de pertenecer. Precisamente, justo momentos antes de que un verdugo/víctima de la guerra, consumido por la neurosis y los traumas del horror, sea el encargado de terminar con la vida de aquel al que apodan La Leyenda, el responsable de haber acabado con la vida de centenares de personas. Y es en ese instante de excusa al verdugo donde la colisión no solo se puede revelar inevitable, sino que amenaza con sepultar la complejidad que se esconde bajo las capas de sentido patriotismo y genuina exposición de la Norteamérica más arcaica que exhibe American Sniper, el título original de una notable película que acaba resultando verdaderamente revelador.

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