11 de diciembre de 2024

Críticas: Ático sin ascensor

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Nostalgia neoyorquina.

Diane Keaton sentada junto a su pareja en un banco a los pies de un puente que une Manhattan con Brooklyn. No, no es el puente de Brooklyn ni tampoco el de Queensboro que aparecía en el cartel de la famosa película de Woody Allen. Tampoco comparte el banco con el director neoyorquino, lo hace con un anciano Morgan Freeman, un hombre que adora también la ciudad de Nueva York como el protagonista del libro que Isaac Davis trata de escribir en Manhattan. Sin el latido que supone el son de las melodías de George Gershwin, el director Richard Loncraine sitúa a su pareja protagonista observando la isla desde su zona de confort en Brooklyn, evidenciando su admiración hacia la iconografía del Nueva York representado por Allen, en un intento de recuperar la nostalgia de una ciudad que ahora se muestra paranoica ante el más mínimo atisbo de amenaza. Aunque ésta sea inexistente.

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Alex y Ruth, Freeman y Keaton, son una pareja de jubilados que lleva viviendo 45 años en el mismo ático de Brooklyn. Un quinto sin ascensor que hasta ahora nunca ha parecido importarles, ni a ellos ni a su pequeña perrita que también acusa ya los achaques de sus 12 años, que la pareja decide poner a la venta pensando quizá en el momento en el que alguno de los dos no sea capaz de subir hasta su hogar y el otro tampoco pueda ayudarle. Un argumento simple que esconde varias capas dramáticas que a priori se adivinan como parte de una reflexión más trascendente. Los problemas surgen cuando dichas capas no consiguen por sí solas, ni mucho menos combinadas entre sí, captar el interés más allá de sacar una lágrima o una sonrisa con los distintos melodramas que propone. Lágrimas a raíz de la enfermedad de la perrita, sonrisas repitiendo una y otra vez los gags de los múltiples inquilinos potenciales del ático, y de nuevo lágrimas con los flashbacks en los que la pareja recuerda sus años de noviazgo.

Por desgracia ninguno de los temas que toca Ático sin ascensor se plasma con la suficiente profundidad para que la película vaya más lejos de la simpleza de su premisa. Tanto el aparente análisis sobre la vejez y sobre la importancia de las pequeñas cosas sobre el dinero, la problemática del amor interracial en los años 70, como incluso la interesante relación que trata de establecer entre la paranoia de los ciudadanos y las fuerzas de seguridad, que se lanzan a la caza y captura de un hombre al que los medios de comunicación han conseguido convertir en sospechoso de terrorismo, y la neurosis de los agentes inmobiliarios para tratar de sacar la mayor tajada de los alquileres, acaban por resultar vacuos y demasiado obvios en su planteamiento como para extraer de la película un mensaje más crucial que enternecedor.

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Al final, lo que queda de la adaptación cinematográfica de la novela Heroic Measures de Jill Ciment es una dramedia demasiado light, demasiado amable para desembocar en alguna conclusión significativa, amén de una realización que en absoluto trata de arriesgar. Eso sí, jugando con la ventaja de tener a dos pesos pesados de la interpretación que por sí solos son capaces de levantar una película que, de haber recaído en otras manos, no pasaría de ser un telefilm de sobremesa. Ático sin ascensor no tendría la capacidad de ser disfrutable de no ser por unos Freeman y Keaton llenando la pantalla con una química espectacular entre ellos, sin necesidad de grandes alardes para resultar del todo creíbles.

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