Historia de un deshielo.
45 años es una gran obra menor. O una pequeña obra mayor, como prefieran. Un mecanismo de relojería emocional brillante e implacable con destellos de genialidad. Es, en fin, la historia de un deshielo. Charlotte Rampling y Tom Courtenay –espléndidos en sus papeles respectivos– dan vida y muerte (es un decir) a un matrimonio, los Mercer, que se dispone a celebrar su cuadragésimo quinto aniversario.
La película arranca con la pantalla en negro y el sonido de un proyector de diapositivas. Un sonido mecánico, intrigante, que más adelante sabremos que habrá de formar parte de uno de los clímax de la obra. Abajo a la derecha (con letra blanca y diminuta), algunos créditos. Resulta conmovedor pensar en los nombres de los dos actores protagonistas sobreimpresos en ese océano de oscuridad. No tardaremos en advertir que ese negror es una ausencia que inunda cada fotograma. La pantalla en negro es símbolo de un personaje, Katya, cuya no presencia es absolutamente omnipresente. No es infrecuente oír que todo el mundo o toda familia guarda un cadáver en el armario (to have a skeleton in the cupboard, dicen los ingleses); en este caso, Geoff Mercer lo guarda en la azotea. No se trata de un secreto inconfesable sino del fantasma de un antiguo amor. Cuando alguien ha sido sometido a alguna amputación, es habitual que siga percibiendo sensaciones del miembro cercenado; las más de las veces se trata de sensaciones dolorosas. Es el llamado síndrome del miembro fantasma. Pues bien, me tomo la licencia de diagnosticar que Geoff sufre de ese síndrome, pero a nivel emocional. Perdió a su amada Katya en circunstancias traumáticas y ahora, décadas después, le escriben para comunicarle que han encontrado su cadáver en el hielo. El deshielo en un glaciar de Suiza ha hecho que el cadáver aparezca. Y, al recibir la noticia, los recuerdos se deshielan en su mente.
Quisiera detenerme en el inicio. La primera secuencia transcurre al aire libre, en la campiña inglesa. Planos hermosos, generales. Kate Mercer habla con el joven cartero, un antiguo alumno, que le felicita por el inminente aniversario. Por fuera y desde lejos, todo va a pedir de boca. La siguiente escena es de interior. Geoff abre la correspondencia. Se percibe, pese a su sobriedad, un cataclismo. La carta está escrita en alemán. La idea de que necesite un diccionario –puesto que su alemán ha sufrido el óxido del tiempo y del no uso– para descifrar el texto plenamente, es muy hermosa. Un amor pretérito, una lengua semiolvidada, unos resortes emocionales que, de pronto, se desencadenan, de puertas adentro. El hecho de que Geoff, debido a una enfermedad coronaria y un bypass, esté físicamente muy disminuido, es otra excelente idea en la composición del personaje: nunca sabremos con certeza hasta qué punto sus ademanes y dicción son consecuencia de su estado físico o de su estado emocional –al fin y al cabo, cuerpo y mente son indisociables–. Por supuesto, es Kate la que localiza el diccionario. El diccionario de un idioma que no entiende. Esta secuencia también desencadena en ella un torrente de emociones contenidas.
Por fuera, todo bien. La grieta es interior (me viene a la memoria la excelente secuencia en que Kate acaricia, antes de la intimidad, la cicatriz de su marido; una cicatriz que es metáfora evidente del accidente en la montaña). Después de esa segunda escena, un plano memorable. Desde dentro de la casa se nos muestra, a través de la cuadrícula del ventanal, a la pareja hablando en el jardín. Las líneas del marco los separan y, como en Ordet (1955, Carl Theodor Dreyer) el tictac del reloj no deja de sonar. Ni siquiera es necesario oír sus voces. El hogar, desde dentro, los mira entristecido. El uso que hace Andrew Haigh de la alternancia de espacios internos y exteriores, del clima inglés, de los objetos reales y evocados (¿qué pesa más, un colgante de lujo o un tosco anillo de madera?), junto a una planificación exquisita y una verdadera sinfonía de miradas (la de él, huidiza; amarga y llena de matices la de ella), sitúan la cinta a gran altura. La selección de música y efectos sonoros es precisa y minuciosa. El punto de vista también es un acierto. Como en Rebeca (1940, Alfred Hitchcock), miramos desde la protagonista femenina. Como en Rebeca, la sombra de la ex es alargada. Aunque los mecanismos son distintos. Si en Rebeca todo se sustentaba en un equívoco, en una falsa idealización, en 45 años (que bien pudiera haberse titulado Katya) persiste en Geoff el ideal. Katya, de algún modo, es el reverso luminoso de Rebeca.
El guión es excelente aunque, en ocasiones, alguna línea –especialmente en boca de Kate– explicita demasiado. Hubiera deseado un poco más de ambigüedad. El texto tiene mucho, en mi opinión, del relato Los muertos, de James Joyce. Un hecho (aquí una carta; allí una melodía) desencadena una tormenta emocional. El clima (la nieve, el hielo, el viento, el agua); la antigua pasión idealizada (personificada en Katya o Michael Furey), que no se sabe si es pasión por el otro o pasión por uno mismo junto al otro, en plenitud de facultades juveniles; el desencanto (mezcla de celos retrospectivos y tristeza) y la duda (¿qué lugar ocupamos en lo hondo de la vida de quien ha sido nuestro compañero –Geoff o Greta– desde tiempo inmemorial?); la decrepitud (aquí una cicatriz y un cuerpo que apenas si responde; allí una abuela cantarina) y la comprensión de que el nosotros no es más que construcción artificial.
Se ha hablado de que esta cinta tiene algo de Ingmar Bergman; para mí es demasiado inglesa como para ser escandinava. En cualquier caso la veo más cercana a Saraband (2003) que a Secretos de un matrimonio (1973), mujer muerta (Anna) incluida.
La escena en la que reconocemos el sonido del proyector de diapositivas del inicio y quedan confrontadas la imagen de Katya y Kate en la pantalla, rebosa de emoción. El ser de carne y hueso desgastado frente a la imagen detenida e inasible. Una rival temible e imposible de alcanzar. “Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida.” Y, si no ha de ser así, al menos conservar las apariencias.