Todo samurai sueña ser el amo de un castillo.
Una Lady Asaji Washizu fría como el hielo, pronuncia esa frase en la primera escena que comparte con su marido en Trono de sangre de Akira Kurosawa. Éste, como tantos otros alter ego de Lady Macbeth, inmortalizada por Wiliam Shakespeare en su maldita “tragedia escocesa”, siempre ha tenido en el teatro y el cine una representación paradigmática de la mujer ambiciosa y manipuladora, la que apela al miedo de los hombres a ser cuestionados por su virilidad – Eras un hombre cuando te atrevías y más hombre serías, mucho más, si fueses aún más de lo que era –. Por contra, su marido ha sido el guerrero sin escrúpulos por excelencia. El títere de una mujer dominadora que se mancha las manos de sangre para conseguir cuanto antes aquello que cree que el destino le tiene reservado. Ahora llega una nueva versión de “la innombrable” en la que la criminalidad de Macbeth se ve intrínsecamente ligada a un estado mental perturbado, mientras que la instigación de su esposa acaba por volverse en su contra en forma de una fragilidad con la que pocas veces se la ha asociado.
La nueva adaptación de Macbeth es tan ambiciosa como lo son sus personajes, sin que esto juegue en ningún momento en su contra. Es más, esa ambición por llevar el relato del rey de Escocia a un nivel de precisión lingüística y estética, sin que por ello recurra a una teatralidad excesiva, es la que hace que esta nueva versión alcance cotas similares a las de sus predecesoras. El director australiano Justin Kurzel traslada el texto de William Shakespeare a una Escocia alejada del verdor de sus Highlands y de los palacios; a una Escocia tan tenebrosa como las mentes de sus protagonistas. Kurzel completa las múltiples elipsis narrativas que se encuentran en la obra, para dotar de más profundidad a las acciones y reacciones de los protagonistas y, sobre todo, de epicidad al relato. Una primera escena en la que vemos el cadáver de un niño pequeño ya colma de significado, o al menos de motivación más allá de la pura ambición, a la alienación de Macbeth y de su hostigadora esposa. El director australiano explota en ellos un sentimiento de pérdida unido al del rencor y la impotencia por no poder ofrecer una larga estirpe que continúe su codiciado reinado. A la pérdida, que consigue vulnerabilizar al personaje de Lady Macbeth, se le une toda una exhibición de la brutalidad que se menciona pero no se describe en la obra. El fragor de la batalla, sucia, feroz, de una extremada violencia que ralentiza en los momentos en los que Macbeth ataca y desmembra a sus contrincantes sin un ápice de contemplación, y la crueldad con la que lleva a cabo sus asesinatos son más reveladores de ese descenso a la locura del rey de lo que lo ha sido en versiones anteriores. Unas batallas en las que Macbeth es el protagonista absoluto, el foco en el que Kurzel se detiene mientras a su alrededor los cuerpos van cayendo a cámara lenta mientras él, casi de manera mecánica, alterna sus estocadas con la visión de las brujas como si fruto de esa locura surgieran de su propia mente.
Más allá de todos los aspectos que podríamos resaltar de Macbeth: sus intensas y contundentes interpretaciones a cargo de unos Michael Fassbender y Marion Cotillard, a los que raras veces se les puede reprochar un trabajo falto de calidad, la épica banda sonora compuesta por el hermano del director y su fascinante dirección artística, el soberbio trabajo de fotografía de Adam Arkapaw para Macbeth es sin duda el pilar en el que se sostiene toda la historia. La atmósfera enrarecida, los colores con los que crea diferentes escenarios en un mismo paisaje lúgubre y la neblina en la que envuelve las apariciones sobrenaturales, contribuyen a reflejar la asfixia que se cierne cada vez más en torno a las mentes de Lord y Lady Macbeth. Todo ello forma parte de un conjunto sólido que crece en la memoria sensorial del espectador y que eleva a este Macbeth de Justin Kurzel a ese espacio reservado a las grandes adaptaciones del Bardo de Avon.