La espera.
Cuando terminan los sobrios títulos de crédito iniciales sobre un fondo negro de Mia madre, no concluyen con un fundido prolongado que luego dé paso a las imágenes, sino que se cambia por corte a unos planos generales de policías y los manifestantes que quieren entrar a la empresa en la que trabajan. Desde el principio queda claro el tono visual del film, con una planificación precisa y sin efectos de transición que añadan prisa o atajos al relato. A partir de ese momento, con un desplazamiento sostenido de la cámara sobre grúa, el uso de panorámicas lentas, zooms suaves y del plano/ contraplano, Nanni Moretti recrea el ambiente tenso entre los dos grupos de personas, los empleados y las fuerzas de seguridad, a modo de una representación casi teatral. Cuando salta la chispa del enfrentamiento y los planos generales se reducen a composiciones más breves y próximas, asistimos a un cambio de ritmo y exposición visual que nos descubre al equipo de rodaje de una película sobre unos manifestantes delante de su lugar de trabajo. Margherita, la directora del largometraje ficticio, corta la toma y discute con el operador por ese cambio de ritmo, esa búsqueda de la urgencia y el impacto forzoso que ella no desea para su rodaje. El director italiano, al igual que en sus obras más recientes, cede aquí el protagonismo a Margherita Buy que interpreta a una realizadora tenaz, introspectiva, fuerte en lo profesional e insegura en lo personal, un protagonismo y presencia casi absolutas durante todo el metraje.
Mia madre es la película sobre la crisis económica y sus consecuencias, a partir del cierre de una fábrica y su masivo despido, que nunca rodará Nanni Moretti. Al igual que Abril no fue el musical sobre un pastelero durante la segunda guerra mundial que debía realizar su director protagonista (encarnado por él mismo en aquella ocasión); ni El caimán un thriller político que mostraba el ascenso al poder de Silvio Berlusconi, que debía llevar a cabo Bruno –el actor Silvio Orlando–, el productor en aquella ficción. La diferencia entre esos dos trabajos anteriores y el drama actual es que la introducción del cine dentro del cine, en este caso, apoya siempre el progreso narrativo, incluso en las situaciones más cómicas con Barry Huggins, el personaje norteamericano encarnado por John Turturro. Todas las secuencias del rodaje cinematográfico recreadas dentro del largo sirven para aportar nuevos rasgos, sentimientos e información de las relaciones con los otros personajes que rodean a Margherita.
El largometraje muestra desde su planteamiento la situación personal a la que se enfrentan la realizadora y su hermano –este sí, encarnado por Moretti– desde su primer encuentro, visitando ambos a su madre en el hospital que se encuentra ingresada. La médico les informa del empeoramiento de la anciana con todo el tacto posible, para que puedan prepararse y ser capaces de afrontar lo inevitable. Con esta premisa el autor dirige un film que huye del llanto y la afectación gracias a una exposición plácida, humana y alegre sobre la vida, la brevedad y la memoria. Lo consigue con una sucesión de secuencias cotidianas, sueños, distracciones, recuerdos y escenas de rodaje, resueltas y yuxtapuestas con naturalidad, sin artificios ni más efectos especiales que la grandeza de todos sus intérpretes. Un juego de cajas chinas que discurre fluido, que nos conduce a los espectadores por su desarrollo, sin buscar el énfasis de unos momentos sobre otros aunque consigue que nunca decaiga el interés. Se puede criticar que, a pesar del título, la verdadera protagonista sea la hija que nos lleva de la mano en su vaivén vital, reflexivo e inconsciente. Pero es un recorrido en el que siempre se asoma la madre y sus huellas, rastros que nos hacen más vulnerables y comprensivos hacia la psicología de Margherita.
El cine de Moretti se caracteriza por sus personajes antes que por las tramas argumentales. Es un cine de diálogos y relaciones que logran sustentar el relato, cuidado también en la estructura del guión. Mia madre confirma esta pasión por los caracteres, por sus conversaciones, sus monólogos y sus silencios. Por secuencias como la de Barry y los demás miembros del rodaje ficticio, esperando mientras Margherita recibe una llamada al teléfono y todos la observan callados. Un momento sin música, sin efectismo, en el que la posición corporal y las miradas de comprensión de los demás hacia ella, transmiten el drama y verdad que no consiguen otros muchos melodramas ni tragedias.
Moretti ha dirigido con este largometraje un trabajo en el que los encuadres dejan respirar a los personajes, con una puesta en escena muy cuidada e invisible, suavizando los zooms, equilibrando la composición de los planos, dominando la duración de los mismos. Incluso se permite la introducción de varias secuencias totalmente cómicas en las que suele intervenir John Turturro, un actor que interpreta a su vez a un actor en permanente jet lag físico y emocional, un marciano que crea situaciones de un histrionismo en contraste con la serenidad reinante en el resto de la historia, escenas que funcionan además como una liberación generosa de la tensión del público y de los propios artífices del relato.
Nanni Moretti entrega una gran película, que nos prepara para afrontar una pérdida anunciada desde el comienzo. Llega a ser tan cercana, tan viva, que nos desarma en las secuencias del final, lógicas y sentimentales. Un largometraje que nos deja con ganas de volver a echar un vistazo a las fotos del álbum familiar.