27 de abril de 2024

Nocturna 2016: Crónica 4

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Clásicos del género en la cuarta crónica de Nocturna.

El Festival Internacional de Cine Fantástico de Madrid va llegando a su recta final y este viernes ha sido, por muchos motivos, el día más completo hasta el momento. Durante la mañana, tuvimos la ocasión de asistir a la rueda de prensa de Alberto Marini, director de ese estupendo híbrido genérico —mitad película zombies/infectados, mitad película licantrópica— que es Summer Camp, que ya comentamos en la crónica de ayer. Marini explicó cómo fue el proceso de selección de actores (con casting vía Skype incluido), las condiciones que tuvieron durante el rodaje, la ayuda que le prestó Jaume Balagueró al producir el film, de dónde surgió la idea de hacer una película en la que los personajes principales fuesen, alternativamente, víctimas y verdugos a lo largo del metraje, la influencia que Rojo oscuro (Dario Argento, 1975) ejerció sobre él cuando era niño… Fue muy interesante conocer todo el contexto de primera mano. A continuación, vino el plato fuerte del día y, me arriesgaría a decir, casi de todo el festival: la rueda de prensa de John Landis, Maestro del Fantástico 2016. Con su característico sentido del humor, Landis relató anécdotas ocurridas a lo largo de su carrera, algunas recogidas en el libro biográfico que Gerardo Santos Bocero estuvo presentando allí mismo. El afamado cineasta nos contó dónde nació su pasión por el cine y su afán de convertirse en director: tras el visionado de Simbad y la princesa, el mítico film dirigido por Nathan Juran en 1958 y siempre recordado por los maravillosos efectos especiales de Ray Harryhausen, el gran genio del stop motion. Landis también contó anécdotas del rodaje de Tres amigos (1986), nos habló de la época en la que estuvo viviendo en Almería durante casi un año entero, explicó su concepción de los géneros cinematográficos (para él, Un hombre lobo americano en Londres [1981] no es una comedia de terror, sino una película de terror con toques cómicos, y por su parte Innocent Blood [1992] es ante todo una película romántica) y, finalmente, deleitó a la audiencia expresando de forma tajante su opinión sobre Un hombre lobo americano en París (Anthony Waller, 1998), secuela bastarda de su mítica película: «Una mierda».

Camino
Camino

A las cinco de la tarde, ya de vuelta en los cines Palafox, el célebre director Nacho Vigalondo (Los cronocrímenes [2007], Open Windows [2014]) vino a presentar la última película en la que ha intervenido como actor, Camino (Josh C. Waller, 2015). Nos contó cómo fue la experiencia de viajar hasta Miami para el rodaje y bromeó con la idea de que se inspiraron en él mismo para crear a su abyecto personaje. Camino nos cuenta la historia de una atormentada fotoperiodista de guerra (interpretada por Zoë Bell, a la que muchos recordarán por sus papeles con Tarantino) que viaja a Colombia para plasmar la tarea de un misionero español y su equipo a través de la jungla. Su estancia se tuerce cuando, una noche, descubre y fotografía un acto ilegal en el que el líder comete una atrocidad. A partir de ahí, y tras ser acusada de un crimen que no ha cometido, empieza una cacería humana en la que la reportera tendrá que ingeniárselas para sobrevivir al asedio de sus antiguos compañeros. La película, una especie de revisión de Depredador (John McTiernan, 1987) en clave realista, alterna pasajes discursivos (el personaje de Vigalondo se marca más de un monólogo a cielo descubierto) con largas secuencias de acción, pero carece del pulso narrativo y la vibrante tensión de los grandes referentes del género. Algunas escenas de lucha se alargan en exceso (en ocasiones, por ese viejo vicio que tienen los villanos de jugar con su presa antes de matarla, de modo que, cuando podrían haberla finiquitado en cuestión de segundos, le dan numerosas oportunidades de escapar o revertir la situación) y las persecuciones no pueden aguantar por sí solas el ritmo del film. Por otra parte, una deficiente labor fotográfica convierte en un suplicio distinguir lo ocurrido en las largas escenas nocturnas, mientras que el epidérmico guion falla a la hora de plasmar el infierno interior del personaje de Bell, cuyo drama personal acaba percibiéndose como algo totalmente accesorio.

El péndulo de la muerte
El péndulo de la muerte

Afortunadamente, lo que nos esperaba después era una apuesta sobre seguro: doblete de clásicos del cine de terror para homenajear a los Maestros del Fantástico de esta edición del festival. Siempre es un dilema, para cualquier amante del género, elegir entre la proyección de una película que adora, aunque la haya visto muchas veces, y la proyección de una película en sección oficial de competición, cuando ambos pases tienen lugar a la misma hora en salas distintas. En este caso, dejándonos llevar por aquel aforismo de Wilde que decía que la mejor forma de librarse de la tentación es caer en ella, optamos por los clásicos. El primero de ellos fue El péndulo de la muerte (Roger Corman, 1961), una de las piezas fundamentales del ciclo de adaptaciones de Poe que el director llevó a cabo a principios de los sesenta, que cuenta con guion del sensacional Richard Matheson y una pareja de intérpretes absolutamente icónica en el género: ni más ni menos que Vincent Price y Barbara Steele. Personalmente, considero que El péndulo de la muerte es una de las tres mejores películas surgidas del tándem Corman-Poe, junto con El hundimiento de la casa Usher (1960) y El entierro prematuro (1962), a pesar de que la adaptación es libérrima y su vínculo con el relato del maestro del terror gótico es casi inexistente (el guion es en su mayor parte de cosecha propia; apenas se conserva del cuento la aparición de los medios de tortura). Dos son los motivos fundamentales que justifican el visionado de esta película en pantalla grande: la prodigiosa interpretación de Vincent Price, en su doble papel de viudo pusilánime y de enajenado inquisidor, cuya dicción es una delicia para los oídos, y esa mirada final en primer plano de una Barbara Steele condenada a la más horrible de las torturas. Lamentablemente, Victoria Price, la hija del maestro, no pudo venir al festival a presentar la película por problemas de salud, pero tuvo el detalle de hacer un vídeo-homenaje que se proyectó al inicio del pase.

El segundo clásico que tuvimos ocasión de ver, y probablemente (a juzgar por el aforo casi completo de la sala) el más esperado de todo el programa, fue Un hombre lobo americano en Londres (John Landis, 1981). Tras una breve presentación de su propio director (y, en esta ocasión, también guionista), dio comienzo la que para muchos —entre los que me encuentro— es la mejor película de licántropos de la historia del cine, aun por encima de grandes clásicos del género como la bellísima La maldición del hombre lobo (Terence Fisher, 1961) y la paradigmática El hombre lobo (George Waggner, 1941). ¿Los motivos? Ese maquillaje extraordinario del siete veces ganador del Oscar Rick Baker (quien, por cierto, fue el primero en conseguir esta estatuilla, pues la categoría se creó ese mismo año), la inteligentísima alternancia de terror, comedia, intriga y romance que Landis administra con sabiduría a lo largo de toda la película, sin generar un solo altibajo, las memorables apariciones fantasmales de un divertidísimo (y cada vez más demacrado) Griffin Dunne, el «Bad Moon Rising» de los Creedence… pero, por encima de todo, la mejor escena de transformación lupina que se ha rodado nunca, gracias a unos efectos especiales de Baker que aun hoy siguen quitando el hipo, y que consiguió arrancar al auditorio un sonoro aplauso en mitad de la proyección.

I had a bloody good time at House Harker
I had a bloody good time at House Harker

El día tuvo su broche con la comedia vampírica I Had a Bloody Good Time at House Harker (Clayton Cogswell, 2016), que, en la línea de exitosas obras recientes como Lo que hacemos en las sombras (Taika Waititi & Jemaine Clement, 2014), plantea una mixtura genérica muy del gusto del gran público. La historia de una familia de defraudadores (descendientes del mismísimo Jonathan Harker) que tiene que enfrentarse, cuando menos se lo espera, a la visita de un vampiro de verdad funciona relativamente bien; es una película fresca, divertida y amena que, sin inventar nada nuevo, deja una sensación agradable en el espectador. Ideal para una sesión golfa después de un día agotador.

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