19 de abril de 2024

Críticas: Assassin’s Creed

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El salto de fe al vacío.

Cuando Justin Kurzel y su equipo estrenaban su estilizada versión de Macbeth (2016), protagonizada por Michael Fassbender y Marion Cotillard, uno podía ver en aquello como una suerte de ensayo para la inminente adaptación del exitoso videojuego Assassin’s Creed. Ubisoft, que ya había sido testigo de la adaptación de otro de sus famosos títulos: Prince of Persia: Las arenas del tiempo (Mike Newell, 2010), aprovecha su división de cine Ubisoft Motion Pictures para sacar partido (aunque tal vez un poco tarde) a otra de sus obras capitales: Assassin’s Creed.

Argumentalmente, la película de Kurzel sigue sin demasiadas complicaciones la premisa del videojuego: la lucha a través de los siglos entre los “asesinos” y “la orden de los templarios” por hacerse con el fruto del Edén, un artefacto capaz de controlar el libre albedrío. Para encontrar este objeto, la corporación Industrias Abstergo dispone de una máquina de realidad virtual llamada Animus en la que la persona conectada es capaz de recrear en forma de simulacro la vida del antepasado a convenir, todo ello con el fin de dar con el paradero del dichoso objeto, que no deja de ser una relectura del Macguffin hitchcockiano. Pero si la trama parece algo enrevesada o liosa, es narrativamente donde la película de Kurzel se convierte en un caos pantanoso, un caos en el que lo difícil no es seguir el hilo narrativo sino encontrarle un interés: infinidad de subtramas sin desarrollar y entremezcladas, un desarrollo caprichoso de la historia, dislocaciones temporales que alternan de forma rudimentaria la estructura pasado + presente + pasado, etc. con la de bloque de información + set piece de acción, unas set pieces, por otra parte, de un frenetismo imposible, opuestas frontalmente a las escenas de violencia ralentizada y estilizada de Macbeth.

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Lo frenético, la aceleración, el salto al vacío es lo que define una película de clara vocación comercial y nulo interés innovador, que únicamente se limita a absorber el videojuego, como esperando absorber con él su éxito, utilizando como reclamo un reparto de estrellas (Michael Fassbender, Marion Cotillard, Jeremy Irons…) que defienden de la mejor manera posible unos personajes totalmente planos. Sin embargo, más allá de la cuestión de la adaptación y de todas las referencias que los seguidores del videojuego puedan encontrar en ella, Assassin’s Creed funciona por sí misma como película y no esconde su condición de blockbuster destinado a cubrir el tramo final del año. La película de Kurzel no deja de ser entretenida, aunque sí es cierto que uno entra y sale de ella con la misma frecuencia con la que su protagonista, Cal Lynch (Michael Fassbender), entra y sale del Animus; un distanciamiento que se amplía cuando uno escucha a Fassbender o sus compañeros chapurreando español, especialmente cuando lo hace al lado del poco hablador Ojeda (Hovik Keuchkerian) o del religioso Torquemada (Javier Gutiérrez).

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Evidentemente Assassin’s Creed también contiene toda una serie de cuestiones interesantes, pero todas ellas se diluyen en la narración efectista y están realizadas con trazo gordo, como por ejemplo la máquina-simulacro que podría relacionarse con aquella a la que se conectaban los personajes de Matrix (Lana y Lilly Wachowski, 1999), o la recurrente cuestión de la organización / empresa privada (en este caso Abstergo) como representación del mal, o incluso la búsqueda de un objeto capaz de controlar y suprimir el libre albedrío: algo especialmente curioso si tenemos en cuenta que el modelo de cine propuesto por Assassin’s Creed es aquel que anula por completo cualquier posibilidad de innovación y se pliega por completo al modelo de blockbuster cuya única preocupación es la recaudación y la producción estandarizada de una infinidad de secuelas que garanticen un rédito económico. Qué miedo da, realmente, ver a todos esos assassins juntos y pensar en el futuro, o en el pasado.

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