Nueva crónica desde Filmadrid.
En el posterior coloquio a la proyección de la película, Júlio Bressane mencionó que su cine es una búsqueda de aquello que falta en el mundo: la imaginación, un término que define muy bien a las películas del brasileño –al menos las de los últimos años–. Y en Beduino, ha conseguido llevar al paroxismo aquello que ha caracterizado a su cine. Es un film etéreo en el que hay dos escenarios bien diferenciados. El primero, una cuesta curva donde comienza la cinta, podría representar la realidad en su forma más aséptica. Lugar de presentación de una pareja rota, fragmentando su unidad mediante el movimiento de los personajes y de una sensación de distanciamiento provocada desde el montaje. El segundo, una simple habitación, es un espacio intangible, mutable.
Beduino es un juego de máscaras. Bressane cuestiona la realidad conyugal para recuperar la pasión perdida. A través de múltiples personalidades, los personajes escenifican una sexualidad fetichista, como sucedía en A Erva do Rato. Ellos son prisioneros de un eclecticismo en el que la materialidad es un concepto disperso. La identidad divaga. Por lo que los sueños –filmados en 16mm– son un encuentro metafísico entre la esencia del ser y su representación adulterada; es decir, el personaje de la portentosa actriz Alessandra Negrini sueña con una mujer a la que no reconoce pero le resulta familiar –quizá ella misma en su juventud–. Y al final, surge la duda de si esa representación de la realidad donde se inicia todo, la cuesta curva, es otra prolongación del mundo imaginario de Bressane.
Un microcosmos. Un refugio para hombres transexuales. Un espacio para renacer. Casa Roshell documenta la idiosincrasia de este local de nombre homónimo al título del film. La intención de la directora Camila José Donoso seguramente sea buena, pero termina por frivolizar sobre la transexualidad al sintentizarlo todo a un único concepto: el sexo –o el aspecto lúdico de la vida–. Este lugar, que se rige por unos mandamientos que abogan por la tolerancia y el respeto, nunca parece llegar a representar una fortaleza libre de prejuicios. Y formalmente, además de resultar arbitrario –cambios de digital a Super8 sin ningún tipo de justificación–, tiene un aspecto desidioso.
El sexto día finaliza con una doble sesión de Jan Soldat. Dos mediometrajes sobre la normalización de comportamientos anómalos. El primero de ellos, Happy Happy Baby muestra una regresión física y mental hacia la infancia: adultos comportándose como bebés. El segundo, Protokolle, recoge los testimonios de tres personas –en este caso, actores que desvirtúan el relato– que cuentan a la cámara, siempre en un contraluz que oculta sus rostros, sus fetiches más íntimos: el canibalismo y su deseo de ser devorado por otras personas. La propuesta de Soldat es austera en ambos. La virtud de uno termina siendo el defecto del otro. Happy Happy Baby no inquiere en ningún momento a estas personas. No ofrece ninguna explicación sobre el porqué de este comportamiento. Por el otro lado, en Protokolle sí existe una introspección a modo de entrevista. Pero al omitir sus rostros, los convierte en figuras marginales, consiguiendo un efecto opuesto al anterior mediometraje.