25 de abril de 2024

Críticas: Rey Arturo: La leyenda de Excalibur

Espadas y caballitos.

Desde que Arturo desenfundara la espada Excalibur de su prisión de piedra, y se convirtiera en el rey de Inglaterra, -si es que todo esto sucedió alguna vez-, no han faltado los textos sobre sus hazañas. Desde pinturas a poemas, cuentos, novelas, películas… los relatos en torno al mito artúrico se han multiplicado y fragmentado a lo largo del tiempo. Y quizás lo más fascinante de todo, me atrevería a decir, sea precisamente comprobar cómo estos relatos, de tradición eminentemente oral (algo de lo que las películas de Guy Ritchie tienen mucho), se ha ido deformando, transformando, moldeando, como algo flexible e inestable, sujeto a la sensibilidad de cada narrador o autor.

En el cine, por poner algunos ejemplos, Robert Bresson redujo la épica artúrica a la mínima expresión en la maravillosa Lancelot du Lac (1974), una solemnidad que Terry Jones y Terry Gilliam dinamitaron con una de las películas más absurdas y divertidas de los Monty Python, y de la historia del cine: Los caballeros de la mesa cuadrada y sus locos seguidores (1975). Éric Rohmer, por su parte, se acercó a la esencia de la representación medieval con Perceval el galés (1978), John Boorman, al otro lado del charco una década después, abrió el melón de la fantasía ochentera sumergiendo el mito en la magia y los destellos de Excalibur (1981), mientras que Jerry Zucker hizo lo propio trasladando el espíritu hortera y empalagoso de Ghost (1990) a El primer caballero (1995). Muchísimas adaptaciones hasta llegar a la pseudohistórica El rey Arturo (2004) de Antoine Fuqua, sobre la que Miguel Ángel Palomo escribía en El País: «Cine de aventuras del nuevo milenio: agitación, desmesura y algarabía ingente. ¿Rigor? Ni por asomo. ¿Espíritu aventurero? El de un videojuego. Toda una colección de disparates (…) monigotes en forma de personajes. Muy guapetones todos, eso sí.»

Si la película de Fuqua se miraba en el espejo deformado de Gladiator (Ridley Scott, 2000), podemos decir que la fantasía hacia la que aspira Rey Arturo: La leyenda de Excalibur (Guy Ritchie) es una no menos ambiciosa. Resulta difícil no pensar en el universo de El señor de los anillos (Peter Jackson, 2001), cuando uno ve esos elefantes descomunales pertrechados para la batalla, o esa torre oscura coronada por un orbe de fuego. Pero de lo que la leyenda artúrica de Guy Ritchie está más cerca es de la hipertrofia de Transformers: El último caballero (Michael Bay, 2017). De nuevo, pero eliminando cualquier connotación negativa (pues el cine de aventuras del nuevo milenio no tiene que ser visto como algo necesariamente malo), las palabras de Palomo sirven para describir el Rey Arturo de Guy Ritchie. Rey Arturo: La leyenda de Excalibur avanza a ritmo frenético por un recorrido previsible, con algunas set pieces de acción hechas por ordenador que -literalmente- parecen sacadas de un videojuego, hasta el único final posible: el colapso. Todos los vicios que arrastraba el cine de superhéroes se contagian a la versión artúrica de Guy Ritchie: un músculo hipertrofiado que esconde un esqueleto escuálido. Por el camino, que no por ello deja de ser disfrutable o entretenido, uno encuentra alguna que otra nota rescatable: un ritmo vertiginoso que no da tregua, un tono relajado que -precisamente debido a la velocidad- baila mejor con la comedia que con el drama y un shakesperiano villano, interpretado por un Jude Law que, después de ser el Papa joven de Sorrentino (The Young Pope, 2016), parece que le ha cogido la medida a los personajes despóticos.

Debajo del pastiche de seres mitológicos, velocidad exacerbada y momentos de videoclip de Rey Arturo: La leyenda de Excalibur, no queda más que una delgadísima línea (imagino que ahora frustrada, después del fracaso en la taquilla extranjera) lanzada hacia una continuidad que sólo se sustenta en la forma. La forma, después de todo, es el último y único refugio de la película de Guy Ritchie, a quien lo que más se agradece es la insistencia y persistencia en un sello personal como director. Pasada por su sensibilidad, La leyenda de Excalibur se vuelca en la forma, en la imagen. Y quién mejor, por lo tanto, que Charlie Hunnam para dar vida a un rey Arturo que ahora se ha visto convertido en puro músculo, en una potencia física que, aunque mantiene la verborrea característica de los personajes de Ritchie, ya no necesita de ningún ingenio, ni de ninguna clase. ¿Para qué, pudiendo resolverlo todo a golpes? Al fin y al cabo, son otros tiempos. Los medievales, digo.

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