29 de marzo de 2024

Sitges 2017

Crónica del Festival de Sitges 2017

Esta edición del festival ha estado marcada por la celebración de su 50 aniversario. Lo que comenzó en 1968 bajo el nombre de I Semana Internacional de Cine Fantástico ha llegado hasta donde muy pocos se habrían atrevido a imaginar, convirtiéndose en el festival de cine fantástico más longevo y prestigioso del mundo. Durante diez días, la pequeña y acogedora localidad de Sitges se convierte en lugar de peregrinaje para todos los fans del género, que acuden fielmente a su cita anual. Proyecciones de películas a todas horas (que incluyen aplausos entusiastas a cada muerte que aparece en pantalla), carreras para llegar a tiempo de un cine a otro, entrevistas y encuentros fortuitos con celebridades, estimulantes debates cinéfilos en las colas de entrada a cada nuevo pase, paseos a la orilla del mar, gente disfrazada por las calles durante la famosa zombie walk… todo tiene cabida en uno de los festivales más queridos, y más orientados al disfrute del público general, de todo el globo.

Solo por disfrutar de tan fabuloso panorama merece la pena, siempre, volver a Sitges. Sin embargo, lo que ahora nos interesa es analizar el estado actual del cine fantástico en virtud de todo lo visto durante el festival. Y hay que señalar que este año el nivel ha sido notablemente más bajo que en ediciones anteriores. No es culpa de la organización del festival, desde luego, que, como cada año, se afana en conseguir un número increíble —incluso excesivo, en opinión de muchos— de películas para proyectar en las distintas secciones. Aunque la amplitud de la oferta pueda contribuir a bajar el nivel general de calidad —debido a la ausencia de filtro—, no es menos cierto que la muestra resulta, precisamente por ello, muy representativa del estado actual del género en todo el mundo. En suma: si en Sitges el cine no vuela a gran altura es, sencillamente, porque éste es un año flojo para el cine fantástico. Hagamos un repaso, a continuación, de las películas que más nos han llamado la atención a lo largo del festival.

Campfire Creepers: The Skull of Sam

Quisiera empezar por una muestra muy particular, la primera que tuve ocasión de ver a mi llegada. El responsable es el director Alexandre Aja —quien se convirtiera en uno de los estandartes del movimiento conocido como «nuevo extremismo francés» con su película Alta tensión en el año 2003—, que ha estado en Sitges presentando su nuevo trabajo acompañado nada menos que del ínclito Robert Englund. Se trata de la primera entrega de una serie titulada Campfire Creepers que, estructurada sobre la vieja idea de un grupo de niños que cuentan historias de miedo alrededor de un fuego de campamento, resulta pionera por el formato de grabación elegido: la realidad virtual. Cada relato contado por los críos será un capítulo distinto en el que el espectador, una vez colocadas las gafas, será partícipe de una experiencia de inmersión plena en la que podrá sentirse, como nunca antes, protagonista de la historia que contempla. El pistoletazo de salida de la serie lo ha dado Aja con THE SKULL OF SAM, un cortometraje de apenas quince minutos protagonizado por quien, años atrás, marcó a varias generaciones encarnando al monstruo más célebre de las últimas décadas: Freddy Krueger. Englund, a sus 70 años, sigue siendo una agradecidísma presencia en cualquier ficción en la que participa: conserva todo su carisma, su magnetismo y su encantador aire perverso, dotando al villano de la función —limitado, en este caso, por el reducido tiempo de aparición en pantalla— de un peso específico que, en manos de cualquier otro intérprete, no habría sido posible conseguir. La historia de The Skull of Sam queda reducida a pura anécdota: una joven pareja que anda por un bosque cae en manos de un siniestro personaje, el cual, obsesionado con encontrar «la calavera perfecta», dispondrá de ellos a su voluntad. El argumento es, por tanto, un mero pretexto para disfrutar de las posibilidades de la realidad virtual y de la presencia del mítico actor. Aja nos contó —en una entrevista que nos concedieron Englund y él, y que publicaremos en breve— que su idea era recuperar el espíritu lúdico de las historias cortas de terror al más puro estilo Creepshow (George A. Romero, 1982); visto el primer episodio, solo queda esperar que el resto nos proporcione las mismas gratas sensaciones.

Somos muchos los que pensamos que hace un par de años, en la edición de 2015, Bone Tomahawk fue la gran sorpresa del festival de Sitges: un film a medio camino entre el western y el terror, de soberbia ambientación, magníficamente narrado e interpretado, que contaba la expedición de un grupo de extravagantes personajes al mismísimo corazón de las tinieblas. Por tanto, no resulta extraño que todos estuviésemos deseando comprobar si su director, S. Craig Zahler, sería capaz de mantener el listón en su siguiente película o si, por el contrario, quedaría reducido a la temible categoría de one-hit wonder. La película que ha presentado este año, BRAWL IN CELL BLOCK 99, parece inicialmente un cambio de rumbo en su filmografía, ya que el género abordado —thriller carcelario— se aleja sin duda del terreno fantástico; no obstante, bajo la superficie, se esconde una profunda coherencia con su film anterior: la estructura narrativa sobre la que se construye es casi idéntica a la de Bone Tomahawk. En este caso, conocemos la historia de un personaje que, acuciado por su precaria situación económica, se involucra en turbios negocios que acaban con él en la cárcel. Allí, se verá chantajeado por sus antiguos cómplices, motivo por el que entrará en una espiral de violencia que lo llevará a conocer un submundo cada vez más oscuro. Vince Vaughn interpreta con facilidad —su constitución física ayuda sobremanera— al protagonista del film, y entre el reparto destaca la siempre inquietante presencia de un Udo Kier entrado en años que, por cierto, recibió el Premio Máquina del Tiempo en el festival.  Brawl in Cell Block 99 destaca por su estilo descarnado, su exhibición implacable de la violencia y su buena factura, pero adolece de un metraje estirado en exceso —todo el primer acto, hasta que el protagonista entra en prisión, se podría haber contado fácilmente en la mitad de tiempo— y carece de la magnífica atmósfera que tan atractiva hacía a su predecesora. En el marco de esta edición del festival, el film de S. Craig Zahler fue un soplo de aire fresco, pero cabe esperar algo mejor de este cineasta en el futuro.

Feliz día de tu muerte

La última entrega de la pujante productora Blumhouse —responsable de éxitos recientes de la talla de Insidious (James Wan, 2010), La visita (M. Night Shyamalan, 2015) o Déjame salir (Jordan Peele, 2017), por citar solo algunos— fue presentada con mucha expectación, fuera de concurso, en la recta final del festival. Se trata de FELIZ DÍA DE TU MUERTE (Christopher Landon), una parodia que introduce las fórmulas genéricas del slasher en el esquema narrativo de ese clásico moderno —y, para el que esto escribe, probablemente la mejor comedia jamás realizada— que es Atrapado en el tiempo (Harold Ramis, 1993). La clave del film de Landon radica en su honestidad: lejos de renegar de su modelo, asume su herencia con orgullo (hasta el punto de rendirle explícito homenaje —que fue vitoreado con un sentido aplauso por el auditorio— en la última escena), a sabiendas de que cualquier película cuyo argumento gire en torno a un bucle temporal va a retrotraer al público, irremediablemente, al Día de la Marmota. Tomando como punto de partida el fragmento en que Phil Connors moría de muy diversas maneras para amanecer una y otra vez en la misma situación, Feliz día de tu muerte explora lo que ocurriría si una estudiante universitaria fuese asesinada por un acosador enmascarado al final de cada día, volviendo al comienzo del bucle justo tras su muerte. La película se plantea, así, como el periplo de un personaje decidido a resolver el misterio de su propio asesinato, teniendo —en principio— un número ilimitado de intentos para ello. Aunque Landon introduce alguna variante de interés sobre el esquema ya conocido, y mantiene la intriga en todo momento a través de algunos audaces giros de guion, no puede evitar articular su historia, como aquella de Bill Murray, alrededor de una premisa de descubrimiento, autoanálisis y redención. Pero lo presenta todo con tanta ligereza, tanto ritmo y tanto sentido del humor que el resultado es, sin duda, un éxito rotundo, que gustará especialmente al mismo público desprejuiciado que en su día disfrutara de clásicos como Scream (Wes Craven, 1996), ese slasher modélico de la posmodernidad del que, por cierto, también bebe en abundancia.

De Noruega proviene una de las películas más aclamadas del festival: THELMA, de Joachim Trier. Ganó dos de los galardones más importantes: Premio Especial del Jurado (lo que equivale a la medalla de plata) y Mejor guion. La película, una suerte de revisión de Carrie (Brian De Palma, 1976) planteada desde una sensibilidad nórdica, nos cuenta la historia de una niña que tiene la facultad de hacer realidad sus deseos más profundos cuando es sometida a una presión extrema, lo que ocasiona no pocos problemas. Se suma al conflicto la presencia de unos padres, fanáticos religiosos, que reprimen toda pulsión de su hija que sobrepasa los límites morales que ellos entienden por correctos. No es de extrañar que, cuando Thelma conoce y empieza una relación sentimental con una compañera de clase, la tragedia se precipite. Trier cuenta la historia con ritmo pausado y calculada frialdad, logrando crear una atmósfera gélida —el escenario nevado contribuye— que, sin embargo, esconde la amenazante sensación de que en cualquier momento va a suceder algo terrible que dinamitará la quietud reinante. Aunque la película no siempre mantiene un nivel destacable, atesora momentos concretos de enorme fuerza dramática que justifican ampliamente su visionado.

Revenge

Esta edición de Sitges será recordada, entre otros motivos, por un hito digno de celebración: el premio a la mejor dirección ha recaído, por primera vez en la historia del festival, en una mujer. Y, a mi juicio, de la forma más merecida posible. Coralie Fargeat ha triunfado con REVENGE, una obra que cumple todos los requisitos para ser catalogada en el subgénero de rape and revenge: cuenta la historia de una mujer que es violada, traicionada y dejada por muerta en un páramo desértico por tres hombres (entre ellos, su amante), y que, tras sobrevivir, emprende su implacable venganza contra sus agresores. Lo que distingue este film de otros ilustres precedentes del género —como La última casa a la izquierda (Wes Craven, 1972) o Thriller – en grym film (Bo Arne Vibenius, 1973)— es su marcada distancia irónica, su tono hiperbólico tamizado por un sentido del humor muy cercano al espíritu del slapstick y la desvergüenza con la que desafía los límites de la verosimilitud en aras del disfrute más desenfrenado. La lectura en clave feminista es más que viable, pero viendo Revenge uno sospecha que Fargeat está más interesada en jugar con las posibilidades estilísticas del medio que en dotar a su película de una carga ideológica profunda. No resulta baladí, a este respecto, que utilice el montaje para describir a sus personajes, tal y como hizo Eisenstein hace ya casi un siglo (a La huelga me remito), a través de una cómica asociación con imágenes de animales. El resultado final es un film realmente intenso y divertido, que crece en interés y ritmo hasta llegar a un estupendo clímax de apabullante planificación y ejecución.

Una edición de Sitges no puede estar completa sin, al menos, una incursión en el más popular de los géneros de terror de las últimas décadas: el cine zombie. La representante en esta ocasión ha sido la canadiense LES AFFAMÉS, una propuesta que lleva los clichés del género a un terreno bastante próximo a lo que comúnmente llamamos —pónganse las comillas que sean necesarias— cine de autor. Aunque la película no inventa, francamente, nada nuevo ni contiene ideas que la hagan particularmente estimulante, se deja ver con agrado y, en momentos puntuales, logra escenas de verdadera tensión sostenida. Su principal problema es que va de más a menos; lo que en un principio parece un prometedor retrato de personajes al límite —aquí, como en toda película zombie que se precie, la compañía humana tiene tanto peligro, si no más, como la de los muertos vivientes— acaba deviniendo en una desganada y convencional historia de supervivencia, en la que no nos importa demasiado lo que le ocurra a sus protagonistas. Se agradecen las notas de humor que salpican puntualmente el guion —aunque el mejor chiste está robado sin pudor de Bienvenidos a Zombieland (Ruben Fleischer, 2009), todo hay que decirlo—, pero el tono acaba siendo ni demasiado gracioso, ni demasiado terrorífico; la película se queda, por tanto, en un punto intermedio poco memorable.

A ghost story

Una de las películas que había causado mayor sensación antes de su paso por el festival es A GHOST STORY, el film independiente escrito y dirigido por David Lowery que venía avalado por muy buenas críticas. Pese a lo que el título pudiera insinuar, no se trata de una película de terror, sino de un drama romántico que utiliza la figura clásica del fantasma —ataviado tan solo con una sábana blanca con dos agujeros— como metáfora de la pérdida. El gran riesgo que asume Lowery al emplear esta iconografía para tratar un tema de tan profundo calado es el situarse constantemente en la fina línea que separa lo audaz de lo ridículo; por mi parte, aunque aprecio su originalidad, me sentí demasiado condicionado por el toque decididamente naíf, rayano por momentos en lo kitsch, de su propuesta. Por otro lado, considero que la pareja protagonista, Rooney Mara y Casey Affleck (que podrían ser perfectamente definidos como la alternativa indie de Demi Moore y Patrick Swayze: por extraño que resulte, las similitudes con Ghost [Jerry Zucker, 1990] son muy notables), carece de la química suficiente como para que su historia me resulte realmente conmovedora. Dicho esto, A Ghost Story cuenta con suficientes hallazgos como para que merezca la pena darle una oportunidad; sus numerosos símbolos, su narrativa principalmente visual y su atípica cronología diegética suponen un desafío para el espectador inquieto, que encontrará, en todo caso, una película única y diferente. Conviene destacar, asimismo, la excelente fotografía de tonos apagados que confiere al film su aire profundamente melancólico, y que fue merecedor del galardón correspondiente en la sección oficial del festival.

Antes de analizar los dos siguientes films, quisiera introducirlos a través de una breve digresión. Si hay un movimiento cinematográfico que haya tenido un auge significativo dentro de los márgenes del terror en el siglo XXI, y que aún no haya recibido la atención merecida (al contrario de lo que sucede en Francia, Corea o Japón), es sin duda el que nos llega desde las antípodas. El nuevo terror australiano se dio a conocer mundialmente entre los fans del género con Wolf Creek (Greg McLean, 2005), un slasher que aprovecha la vasta geografía desértica de uno de los países más grandes —y menos poblados en proporción— del mundo para desarrollar la historia de tres excursionistas que, perdidos en mitad de la nada, se ven sometidos a una prueba de supervivencia extrema tras toparse con el lugareño inadecuado. La buena acogida crítica del film de McLean propició toda una oleada de películas de género —de muy diverso tono y condición— provenientes del país australiano, como la desquiciada The Loved Ones (Sean Byrne, 2009) o la sugestiva y muy celebrada Babadook (Jennifer Kent, 2014). Así, llegamos a la actualidad, para comprobar que esta corriente cinematográfica está viviendo uno de sus más dulces momentos; en Sitges 2017, que es lo que nos atañe, hemos podido asistir al visionado de dos muestras de notable interés.

Killing ground

En primer lugar, KILLING GROUND propone un viaje a terreno mil veces explorado: una pareja se va de acampada para pasar unos días de retiro e intimidad, cuando un par de psicópatas se cruzan en su camino. Si bien el punto de partida no ofrece nada nuevo —la inglesa Eden lake (James Watkins, 2008) construía un relato más sólido, tenso y asfixiante con los mismos mimbres—, a medida que el film avanza se pone sobre la mesa una incómoda reflexión sobre la cobardía, el instinto de supervivencia y la pertinencia de la heroicidad en situaciones límite. Será el espectador quien deba decidir qué actitudes son idóneas para afrontar determinados escenarios y, en caso de no poder asumirlas, dónde está la frontera entre lo comprensible y lo deplorable. Entre los méritos adicionales que podemos atribuir al director y guionista de Killing Ground, Damien Power, está la presentación no cronológica de los hechos —generando una sensación de extrañeza que refuerza el tono desasosegante del film— y la decisión de poner el broche final con una escena de una ambigüedad dramática acertadísima, que traslada el horror del plano físico al emocional.

La segunda incursión en el cine australiano, HOUNDS OF LOVE, es un estilizado asalto al género de secuestros y desapariciones que, sobre la base de una narración clásica, se desarrolla con notable precisión e inteligencia. La clave de esta película — en la que una chica es secuestrada y sometida a múltiples vejaciones por una pareja de perturbados— radica en la forma en que la brutalidad, siempre inferida, se esconde tras una apariencia suave y engañosa, generando un fuerte contraste que marca el tono general del film (una idea que queda condensada a la perfección en la escena en que el «Nights in White Satin» de The Moody Blues se convierte en la antesala del infierno de la protagonista). Y es que su director, Ben Young, rehúye acertadamente el tratamiento explícito de la violencia, consciente de que pocas imágenes pueden resultar más perturbadoras que la de una puerta que se cierra tras la entrada de un torturador en la habitación donde retiene a su presa. Por otra parte, el elemento psicológico juega un papel crucial en Hounds of Love, en tanto que la chica secuestrada sabe que la única forma que tiene de sobrevivir es enfrentando a sus captores. Para conseguirlo, aprovechará la dinámica de maltrato que él ejerce sobre la mujer, hurgando en la herida cuando se encuentra a solas con ella. Sobre las motivaciones de la pareja de secuestradores, Young nos cuenta lo suficiente: el foco recae en el complejo de inferioridad que atenaza al hombre (pues, a su vez, es humillado por otros personajes en su vida diaria), que sin duda lo lleva a desquitarse con las mujeres que lo rodean; ella, por su parte, es víctima de una relación tóxica de dependencia determinada por el miedo al abandono. Un cóctel explosivo que irá tensando la cuerda hasta el último minuto de metraje.

Blade of the immortal

El incombustible Takashi Miike estuvo en el festival, un año más, presentando nada menos que tres películas. Una de ellas, llamada JoJo’s Bizarre Adventure: Diamond is Unbreakable, contaba con el aliciente de estar rodada en la misma localidad de Sitges; sin embargo, fue BLADE OF THE IMMORTAL, que competía en la sección oficial, la que generó mayor interés en el público, tanto por su género —cine de samuráis, más conocido como chanbara— como por ser la adaptación de un famoso manga de título homónimo. El resultado es un film de excelente factura, magníficamente dirigido y decididamente entregado al exceso —tanto por su duración, casi dos horas y media, como por la abundancia de sangre y violencia, toda una marca de la casa—. A mi juicio, no obstante, las coreografías no resultan tan espectaculares como en alguna de sus películas precedentes —pienso, particularmente, en 13 asesinos (2010), que era un prodigio de puesta en escena y de ingenio visual—, aunque el problema de fondo, probablemente, no sea tanto su ejecución como el hecho de que hasta las mejores secuencias de Blade of the Immortal se ven a veces ensombrecidas por un metraje que vence al espectador por agotamiento. Con todo, esta historia de venganza reúne las grandes cualidades del cine de Miike, a las que debemos añadir una galería de villanos de lo más atractiva y una relación fraternal entre la pareja protagonista —el samurái Manji y la pequeña Rin— que aporta una inusitada ternura a la historia, con lo que no defraudará en absoluto a los fans del célebre director nipón (quien, por cierto, alcanza con esta obra su película número 100, lo que da una media de unos cuatro estrenos por año: una cifra asombrosa al alcance de muy pocos).

Los amantes de la acción más vigorosa y desenfrenada, que el año pasado pudimos deleitarnos con la inigualable Hardcore Henry (Ilya Naishuller, 2015), hemos tenido una notable representación del género más adrenalínico con BUSHWICK. Su mínimo argumento —una chica sale de una estación de metro de Nueva York y descubre que su barrio, Bushwick, se ha convertido en un campo de batalla sin cuartel en el que tendrá que intentar sobrevivir— no es más que un pretexto para desarrollar un film que, estructurado sobre el engarce de numerosas set pieces cuidadosamente planificadas, apenas da respiro al espectador. La carrera de Lucy por llegar a la zona desmilitarizada no tendría ninguna posibilidad de éxito sin la ayuda de Stupe, un personaje inicialmente diseñado para garantizar la supervivencia de la protagonista pero que, a medida que transcurre el metraje, irá revelando su lado más humano; lamentablemente, la interpretación de Dave Bautista —actor de moda que acabamos de ver, sin ir más lejos, en Blade Runner 2049, de Denis Villeneuve— resulta algo anodina y no aporta el carisma necesario que exige un papel de este tipo. Pese a todo, los directores de Bushwick (Jonathan Milott y Cary Murnion) tienen claro su objetivo y la película, como ejercicio de género despojado de toda profundidad dramática, no defrauda en absoluto; de hecho, algunos aspectos, como el brillante uso de la cámara, que tiende a la construcción de absorbentes planos secuencia, merecen crédito aparte. El desenlace, además, es del todo imprevisible y consigue rematar la función cuando se encuentra en la cresta de la ola. Quiero anotar, por último, la gran ironía que supone el motivo —revelado a mitad del film— por el que el barrio se convierte en el núcleo de tan insólito conflicto armado; simplemente apuntaré que guarda un siniestro parecido con la situación que se está viviendo en Cataluña en la actualidad.

My friend Dahmer

Para los interesados en los asesinos en serie, MY FRIEND DAHMER cuenta el proceso de gestación de uno de los más famosos de la historia de Estados Unidos: Jeffrey Dahmer, apodado «el Caníbal de Milwaukee» —lo que ya permite intuir los límites que alcanzó su depravación, aunque su historial se completa con necrofilia y otras aberraciones; quien sienta curiosidad por su perfil, en Internet podrá encontrar detallada información al respecto—. La película, dirigida por Marc Meyers, está contada con una contención y una elegancia admirables, poniendo el foco en las causas que propiciaron la degeneración progresiva de Dahmer durante su adolescencia: desde sus problemas de sociabilización hasta la pertenencia a una familia desestructurada, pasando por su patológica fascinación por los cadáveres de animales y el cuerpo humano. Aunque el film no puede inscribirse formalmente en el género de terror, pues en ningún momento emplea los recursos estilísticos del mismo, pocas historias pueden inspirar más pavor que aquellas que sabemos que están extraídas directamente de la más turbia y cercana realidad; la mera idea de pensar en lo que se acabaría convirtiendo Dahmer, mientras vemos su interacción con otros personajes en pantalla, pone los pelos de punta. Meyers es consciente de que el material que tiene entre manos ya es suficientemente espeluznante y, por ello, evita caer en el sensacionalismo y el morbo barato; de hecho, es muy significativa su decisión de poner fin a la película justo en el momento en que lo hace (no entraré en más detalle para preservar el misterio). Conviene destacar la cuidada ambientación de la película, que nos lleva unas décadas atrás en el tiempo, y la magnífica interpretación del joven actor Ross Lynch, que encarna con naturalidad pasmosa a su difícil personaje.

Un dato que sorprenderá a muchos es lo difícil que resulta encontrar, incluso en un festival enteramente dedicado al fantástico como Sitges, películas que se inserten netamente en el género de terror (no digamos ya en la ciencia ficción, que brilla por su ausencia). Por supuesto, la fusión con el thriller, la intriga, la acción y otros géneros fronterizos suele ser enriquecedora, ya que esa mixtura ayuda a ampliar los horizontes artísticos del género, introduciendo ideas y posibilidades expresivas que el terror nunca alcanzaría si se encerrara en sí mismo. Pero no podemos negar que, con frecuencia, nos apetece encontrar en la programación películas de terror puro, construidas sobre los patrones más reconocibles por los amantes del género. Este año ha habido dos o tres casos, siendo EL HABITANTE, film mexicano del subgénero de posesiones y exorcismos escrito y dirigido por Guillermo Amoedo, el mejor exponente. El cineasta juega con un elemento bien asentado en el imaginario colectivo —una niña víctima de una posesión demoníaca, que nos remite inevitablemente a la siniestra Regan de El exorcista (William Friedkin, 1973)— para invocar nuestros más primarios miedos. Curiosamente, los momentos más aterradores del film no tienen nada de truculento: provienen de las venenosas líneas de diálogo que proclama la niña, capaces de subyugar a los personajes que la rodean y de perturbar notablemente al espectador. La inquietante interpretación de la joven actriz, en ese sentido, es uno de los aspectos más destacables de la película. Aunque la historia da algunos bandazos antes de entrar de lleno en materia, una vez encuentra su rumbo se mantiene firme hasta el final; un final, por cierto, a caballo entre el horror y la socarronería más oportuna, que implica, como es habitual en este género, la participación de altos mandatarios de la Iglesia Católica.

The ritual

Muy decepcionante resultó una de las películas más esperadas del festival, THE RITUAL, la primera que dirige en solitario David Bruckner (codirector de títulos tan sonados como V/H/S, de 2012, o Southbound, de 2015). Cuenta la historia de un grupo de senderistas que, en memoria de un amigo recientemente fallecido, emprenden un viaje a través de las montañas para el que no están física ni mentalmente preparados. Los problemas empezarán a surgir cuando, intentando acortar el camino de regreso, se internan en el bosque colindante. The ritual podría haber sido una digna sucesora espiritual de El proyecto de la bruja de Blair (Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, 1999) pero, en lugar de eso, queda convertida en una insulsa y, por momentos, risible historieta de terror de baja estofa. Cuesta creer que, teniendo a su disposición elementos de tantísimo potencial (el bosque, la secta de tradiciones atávicas, los conflictos interpersonales), Bruckner no logre crear una atmósfera mínimamente escalofriante ni perturbe en modo alguno el ánimo del espectador. La propuesta, que tanto prometía al comienzo, se va diluyendo a lo largo del metraje hasta llegar a un final —con monstruito incluido— donde la explicitud visual y la falta de sugerencia terminan de disipar toda posibilidad de inspirar miedo auténtico. Inexplicable, por cierto, resulta el premio a mejor actor otorgado a un Rafe Spall que se pasa toda la película con la misma cara de circunstancia, desubicado en un papel (que se supone martirizado por un fuerte sentimiento de culpabilidad) al que no sabe darle el empaque suficiente. El jurado, sin embargo, lo elogió notablemente en la rueda de prensa del palmarés. Supongo que en la diversidad de criterios está el quid de la cuestión; que cada uno juzgue por sí mismo.

El otro gran bluf del festival, a mi juicio, y peor aún que el que acabamos de describir, fue el caso de TRAGEDY GIRLS. Bajo la apariencia de una comedia de terror posmoderna que juega con los elementos constituyentes del slasher, el director Tyler MacIntyre nos cuenta la historia de dos chicas de instituto que secuestran a un asesino en serie con el objetivo de beneficiarse de sus enseñanzas y así poder triunfar en Internet. Dos son los principales problemas que le veo a la película: el primero, que llega más de veinte años tarde (Wes Craven ya deconstruyó el género y exprimió las posibilidades que en él ofrecen las referencias metaficcionales en 1996, con su magistral Scream); el segundo, que la forma de construir el discurso es tan pueril y pretenciosa que parece orquestada por un quinceañero autocomplaciente (atentos a la burda forma en que los guionistas introducen constantes guiños a películas del género o a cineastas como Dario Argento, en busca del aplauso fácil más forzado). Tengo la constante sensación de que Tyler MacIntyre sobreestima su capacidad para crear un producto inteligente en el que, de paso, pueda introducir una crítica mordaz al papel que las redes sociales juegan en la sociabilización de los jóvenes de hoy día; lo que ignora, probablemente, es que a su película se le ven todas las costuras.

Drácula de Bram Stoker

Afortunadamente, el festival siempre permite que nos quede buen sabor de boca con la proyección de clásicos en sus múltiples retrospectivas. La edición de este año ha estado dedicada a la figura del más inmortal de los monstruos de la tradición: Drácula. Logré encontrar hueco en la programación para disfrutar en pantalla grande de dos versiones relativamente recientes del mito: el DRÁCULA de John Badham (1979) y el DRÁCULA DE BRAM STOKER de Francis Ford Coppola (1992). Si bien estas películas no disfrutan del inmenso prestigio crítico de otros clásicos como, por ejemplo, el Nosferatu de Murnau (1922), sí que pueden presumir de haber resistido esforzadamente el paso del tiempo, amén de gozar como pocas otras (especialmente la segunda de ellas) del cariño y la admiración del público. Ver una a continuación de la otra me permitió comprobar en qué medida la versión de Coppola bebe de la de Badham; es bastante notorio que su visión exacerbadamente romántica de la historia ya tenía un formidable precedente en la película protagonizada por Frank Langella (quien, por cierto, estuvo con nosotros para presentar la proyección). Son muchas las escenas memorables de este film, pero ninguna como el encuentro en la cripta («You fools! Do you think with your crosses and your wafers you can destroy me? Me!»), por cuyo visionado ya habría merecido la pena la asistencia. Respecto a la versión de 1992, siempre se le ha achacado, no sin razón, su falta de fidelidad a la novela original (lo que supone una incongruencia por parte de Coppola, teniendo en cuenta su decisión de incluir el nombre de Stoker en el título del film); no obstante, con independencia de su calidad como adaptación, considero que su valor cinematográfico debería estar hoy fuera de toda duda: la intensidad emocional que desborda, la nunca suficientemente elogiada interpretación de Gary Oldman (quizá el actor más versátil de nuestro tiempo) y, ante todo, su estética apabullante y embriagadora convierten a Drácula de Bram Stoker en la última gran película sobre el personaje realizada hasta la fecha.

Y así llegamos al final de esta crónica. En esta edición no hemos tenido ninguna obra maestra de la talla de La bruja (Robert Eggers, 2015) o El extraño (Na Hong-jin, 2016), pero quiero dejar constancia de que, por mucho que la programación del festival no raye todos los años a gran altura, la asistencia merece la pena, puesto que Sitges es mucho más que un puñado de películas: es una experiencia global cuyo disfrute siempre está garantizado. Concluyo con mi Top 10 particular de recomendaciones.

1. Feliz día de tu muerte (Christopher Landon)
2. Revenge (Coralie Fargeat)
3. Brawl in Cell Block 99 (S. Craig Zahler)
4. Bushwick (Jonathan Milott & Cary Murnion)
5. Blade of the Immortal (Takashi Miike)
6. Killing Ground (Damien Power)
7. El habitante (Guillermo Amoedo)
8. Thelma (Joachim Trier)
9. A Ghost Story (David Lowery)
10. My Friend Dahmer (Marc Meyers)

¡Larga vida al fantástico!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *