28 de marzo de 2024

Críticas: Sin fin y El árbol de la sangre

Dos historias de amor; una original, la otra indigesta.

Este puente de Todos los Santos la abultada cartelera se renueva con dos historias de amor distintas, tanto en el fondo como en la forma, pero que ponen de relieve la diversidad del cine español. Por un lado, nos encontramos con Sin fin, el debut de los hermanos Esteban Alenda (César y José), que logró dos premios en el pasado Festival de Málaga (mejor ópera prima y mejor actor). Javier se despierta, solo en su casa y decide consumar una de sus obsesiones: viajar en el tiempo. Con un único objetivo: reescribir su último día junto a María, el gran amor de su vida, perdido ya en el océano de frustraciones de las relaciones de pareja. Él recuerda y revive junto a ella el día en que se conocieron, veinticuatro horas en buses y autocares para iniciar una de las más tiernas y bonitas –en el buen sentido de la caprichosa palabra- historias de amor del cine de este año.

Ya sea desde el drama o desde la comedia resulta muy complicado encontrar propuestas tan originales como Sin fin en el terreno de las historias románticas. También es difícil que, tal y como logra este debut, hasta sus últimos coletazos mantenga un buen pulso narrativo, desarrolle convenientemente a sus personajes y rehuya de lo más sensiblero. Su cruce entre reflexión acerca de los estragos del amor y cómo el paso del tiempo afecta a las relaciones afectivas y el uso de los viajes en el tiempo –recurso más propio de la sci-fi y aventura- remiten a la reciente y estupenda Una cuestión de tiempo o a ficciones televisivas como Perdidos con la trama de Penny y Desmond. La persistencia de los sentimientos a lo largo de los años es encarnada con convicción y naturalidad por María León y Javier Rey. El protagonista de Fariña, de ser postulado como candidato al Goya al mejor actor revelación debería ganarlo sin competencia alguna. Su interpretación, al estilo Jack Nicholson en Mejor… imposible en clave contenida, es asombrosa. Una ópera prima con aciertos, pero también con ciertas flaquezas.

El árbol de la sangre

Por otro lado, regresa Julio Médem, uno de los cineastas españoles con más proyección internacional y uno de los más relevantes en los años 90 con títulos como Tierra o La ardilla roja. Antes de empezar a analizar su nuevo trabajo, encuentro pertinente apuntar que soy un admirador de su filmografía, incluso en Caótica Ana o ma ma encontré algunas virtudes pese a ser obras bastante fallidas. Tras esta apreciación inicial, debo ser rotundo desde buen principio: El árbol de la sangre es su peor película sin lugar a dudas, una indigesta tragedia griega salpimentada con un ambicioso y bochornoso intento de retratar las dos Españas (teoriza sobre la Guerra Civil, ETA, la mafia rusa…). En ese sentido hasta aboga por la plurinacional de un modo casamentero: en la intricada historia familiar se celebran tres bodas, una en castellano, otra en euskera y otra en catalán. Más allá de ¿sutiles? aseveraciones, Médem despliega su habitual lirismo, aunque aquí de un modo extenuante y soez al servicio de un arco argumental con situaciones sonrojantes.

A estas alturas no reprocharemos al cineasta vasco el uso de una puesta en escena plagada de resoluciones oníricas, pero lo que sí puede achacársele es una desmesurada vacuidad en El árbol de la sangre, cuya estética visual es más caprichosa que resolutivamente narrativa. Además este sustrato contribuye todavía más al esperpento de la enmarañada epopeya familiar derivando al folletín de sobremesa que nunca cesa de sorprender (para mal). Dos amantes reescriben la historia de sus familias para cristalizar sus propias heridas, una relación de amor marcada desde el inicio por su pasado más remoto. Si bien es cierto que su nuevo trabajo parece ser cierta culminación en su trayectoria, puesto que aúna todas las constantes de su cine, también lo es que Médem nunca había pisado de lleno el terreno fangoso del ridículo. A su favor tiene la estupenda banda sonora de Lucas Vidal, aunque quizás se abuse de ella, las partituras poseen la belleza que las imágenes buscan desesperadamente. El elenco también es un factor para evitar el desastre absoluto al que parece condenado el proyecto: destacan Daniel Grao, Álvaro Cervantes y Najwa Nimri; por su cuenta, Úrsula Corberó sorprende al ofrecer una buena interpretación, ya que suele estar sobreactuada o declamando texto sin naturalidad.

En definitiva, el cine español es plural, por mucho que a sus detractores les cueste asimilarlo, incluso para contar la eterna historia de amor. Unos debutantes, los hermanos Alenda, se acercan a ello con originalidad y mucho más acierto que un autor consagrado de la talla de Julio Médem. Ninguna de las dos películas dejará indiferente a nadie, aquí no hay discrepancia.

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