16 de abril de 2024

El director olvidado de Nachete

Nachete nos trae al inglés Pete Walker.

No es requisito indispensable ni algo que se suela comentar, pero quien esto escribe lo cree firmemente: para ser un buen director de cine de terror, se necesita ser un poco hijo de puta. Un poco o un mucho, pero hijo de puta al fin y al cabo. Las mejores películas del género son, en su mayoría, artefactos cinematográficos paridos en complicidad con el torturador, el asesino, el monstruo, el espectro… Con el que genera miedo, en definitiva. Porque el director sabe que nosotros, espectadores ávidos de emociones fuertes, somos (o deberíamos ser) las auténticas víctimas potenciales de la función. Incluso en títulos encaminados a fines más elevados (que cada uno piense en quien prefiera: Bergman, Dreyer, Polanski, Clayton), pervive parte de esa diversión lúdica propia del espectáculo de feria, esa fascinación irracional por el miedo, por el peligro, que está enquistada en nosotros prácticamente desde siempre. Es decir – y por expresarlo con la mayor sencillez posible–, que para hacer buen cine de terror hay que saber hacer sufrir; y, para hacer sufrir, hay que ser bastante cabrón.

El británico Pete Walker era (es) un cabronazo. También un tío salao, que afirmaba (por exceso de modestia o de sinceridad) hacer simples películas de terror para divertir a la gente, mientras cuestionaba con ellas algunos de los códigos morales dominantes en la Inglaterra de su tiempo: la autoridad judicial, la hipocresía de la Iglesia, los abusos del sistema educativo… No debe ser un dato baladí que Malcolm McLaren, manager de los Sex Pistols, le encargara dirigir un documental sobre la banda. Algo de la actitud punk de Sid Vicious y cía. habría vislumbrado en los juguetes macabros que Walker facturó en la década de los setenta, que funcionaban un poco como una especie de variante europea del nuevo y visceral cine de terror americano que gente como Hooper, Craven y Romero empezaron a dirigir en un panorama estadounidense marcado por Vietnam y la muerte del sueño hippie a manos del demente Charles Manson. Más british en las formas, claro, y probablemente de poética menos primitiva y descarnada, pero igualmente baratos, molestos, con un punto extravagante y raruno similar al del Hooper post-Texas (Trampa mortal, The Funhouse y cosas así).

También resulta significativo comprobar cómo, antes de labrarse un pequeño nombre entre los directores británicos de terror del siglo pasado, nuestro hombre se ganó las habichuelas haciendo películas eróticas de diversa catadura. En el fondo ambos géneros buscan satisfacer los instintos primarios del individuo, la descarga de adrenalina por diferentes vías. La ausencia de pretensiones (más allá de la consecución del placer epidérmico) que ello implica, al menos en los parámetros de cine de género en el que nos estamos moviendo (no nos perdamos: horror exploitation, fundamentalmente), permite a su vez a Walker conectar mejor con las apetencias de su público potencial, del mismo modo que el inteligente Gregory Dark supo traspasar la gratificante inmediatez del cine porno a su debut en el terror con Los ojos del mal. Anotemos, pues, otro de mis (cuestionables, de acuerdo) axiomas cinematográficos: un buen director de cine erótico probablemente pueda convertirse en un buen director de cine de terror.

Pero volvamos a Pete Walker. Decíamos que, en el contexto del cine británico de aquellos años, su misma presencia resultaba un tanto incómoda. Su cine, aparte de tocar temas polémicos con el mismo tacto que uno le supondría a un cirujano aquejado de Parkinson, ofrecía una perspectiva poco agradable de la sociedad de su tiempo: ambientes sórdidos, personajes desquiciados, tramas grotescas y crueles, fotografía pelín granulada, apagada… En cierto modo, Walker observaba la realidad que le rodeaba bajo un prisma casi granguiñolesco, de evidentes reclamos macabros, de personajes patéticos en su insania homicida, un poco similar en tono y contenido al gótico americano. Uno de los primeros capítulos de esta serie de cuentos crueles que jalonan su filmografía (y uno de los más oscuros y celebrados) es Frightmare, aquí titulada Terror sin habla, donde una apabullante Sheila Keith (actriz fetiche del director) sacia sus apetitos antropófagos atrayendo a ciudadanos despistados a la cabaña en la que habita, donde les dará finiquito antes de pasarlos por la cazuela. Más allá del potente núcleo argumental que sustenta la trama, ya de por sí bastante turbio, la película arroja más oscuridad primero en sus pullitas hacia la institución médica británica, y después en las conexiones psicopáticas (¿hereditarias?) que establece entre nuestra heroína caníbal y una de sus hijas, así como en un desenlace crudo y nada complaciente.

Es precisamente esta cualidad, la voluntad de no plegarse necesariamente a las convenciones del género y a las exigencias del happy end, lo que en cierto modo distingue a su cine de otras muestras contemporáneas de terror. Ocurría también en la que yo considero su mejor película, la deliciosa La casa del pecado mortal (House of mortal sin), una aproximación malévola, biliosa y amoral a las constricciones de la Iglesia a través de la figura del padre Xavier Meldrum, un monstruo inolvidable producto del engaño y la (auto)represión. Con ecos de Psicosis (la madre, partícipe de una de las escenas más malsanas de la película) y una pátina de fina sordidez que poco a poco lo va intoxicando todo, la cinta suple algunos defectos habituales del género (personajes imbéciles, situaciones que fuerzan nuestra credulidad) con un manejo muy irónico, muy negro, del material dramático disponible, así como con unas gotas de crueldad francamente agradecidas. Sintomático de esto es aquella sensacional escena en la que el director juega con el suspense generado por el intento de asesinato de uno de los personajes, dilatando el momento de su agonía mientras la posibilidad de su salvación depende de una puerta que no sabemos si llegará a abrirse a tiempo o no. La cinta, a todo esto, termina de forma implacable. ¿Poco verosímil? Puede, pero amigos, la intención es lo que cuenta, y el veredicto está muy claro: efectivamente, Pete Walker es un cabrón con todas las letras. David McGillivray, por cierto, vuelve a encargarse del guión tras hacer lo propio con House of whipcord (su primera colaboración juntos) y Frightmare, convirtiéndose, de paso, en su guionista habitual.

En Schizo volvió a interesarse por las fracturas de la psique y los instintos homicidas. Aunque de resultados inferiores a las cintas antes citadas (le pesa una duración excesiva y carece de los shocks que le granjearon la animadversión de la crítica más circunspecta), es éste un film bien planteado y construido (mérito, de nuevo, de David McGillivray), que vuelve a explicar la demencia como una violenta reacción moral contra algo que nos perturba (en este caso, la procacidad sexual, el amor libre). El espectador avispado podrá dar solución sin problemas al enigma planteado por Walker y su guionista (he ahí su principal talón de Aquiles), pero más allá de esa voluntad –frustrada– de sorprender al respetable en el desenlace, merece destacarse la simpatía que el director británico vuelve a manifestar por los villanos, algo que podría considerarse sin titubeos una seña más de identidad. Tal vez, presumo, porque sabe que tanto o más humanos resultan en el fondo estos asesinos destruidos mentalmente que las víctimas que van dejando por el camino.

En esta misma línea de psychos patéticos y siniestros se encontraría Los crímenes del ático (The Comeback), filme superior a Schizo sobre un cantante pop acosado por principios de demencia (visiones mortuorias, llantos tétricos que sólo él parece escuchar…). Pese a ciertos problemas de ritmo en su tramo central, resulta francamente escalofriante en los ataques del asesino enmascarado, y se cierra con un final poderoso donde la fama desemboca en una estancia cercada por la podredumbre (metáfora hiriente de los excesos patológicos de la idolatría), imagen de una ilusoria felicidad trocada en pesadilla necrófila. Un slasher turbio y enfermizo que cita de nuevo a Hitchcock y vuelve a imaginar la locura como un huevo de serpiente incubado por el progreso (american gothic total en su combinación de secretos inconfesables y moral retrógrada y reaccionaria).

Habiendo trazado un perfil de Walker y sabiendo cómo las gastaba (cinematográficamente hablando), tampoco es cuestión de anclarnos en el elogio desmedido (o de tirar la manteca al techo, que diría nuestro amigo Beto). Pete Walker trabajó desde la modestia un campo que la Hammer había prácticamente monopolizado en Inglaterra en las décadas precedentes, subvirtiendo algunas de sus bases e incorporando nuevas temáticas y nuevas perspectivas ético-estéticas, sin duda más cercanas y empáticas con la sensibilidad de su tiempo (que ya se encaminaba hacia territorios inhóspitos y perversos, pasto común de la incorrección política). Carecía del talento de un Terence Fisher (o de un Robert Fuest, por citar a un destacado contemporáneo suyo), sus formas eran a menudo un poco bastas y el tratamiento narrativo de sus películas rehusaba la sutileza, pero a pesar de todos estos defectos, algo oculto y profundo de su personalidad, un poso de rabia y de seca poesía de lo macabro, se transmitía a menudo a sus ficciones convirtiéndolas en narraciones inquietantes y cuasi-alucinadas, pobladas por locos que atentaban contra el mismo sistema que los engendró, a veces con apuntes eróticos y casi siempre con notas de histerismo y crueldad, que en algunos de sus títulos (Frightmare, The comeback) enlazaban prácticamente con el cine gore.

Por eso sorprende que, en la que viene a ser su última película (House of long shadows), Walker decidiera cambiar parcialmente de registro adaptando una novela de Earl Derr Biggers. Si bien seguía instalado en el cine de terror, su canto del cisne funciona también como homenaje a una forma de abordar el género que ya no se estilaba, y contra la que él mismo se postuló inconscientemente con sus películas anteriores. De este modo, tenemos un all-star del género que evoca los divertimentos góticos de Roger Corman, una película pequeña en su factura e intenciones, pero lo suficientemente ingeniosa y ligera como para embaucar al aficionado a este tipo de cine mientras celebra la trayectoria en el mismo de algunas de sus figuras más icónicas: Price, Cushing, Lee, Carradine… Incluso llega a replantear, en clave irónica, la función del arte y del mismo género fantástico, en tiempos en que el realismo (en cualquiera de sus formas) parecía ser la tónica dominante. Un filme, en definitiva, atípico en la trayectoria de su autor, pero cuyo retorcido entramado dramático (con apuntes ciertamente malvados) tampoco desentona demasiado en el conjunto de su obra.

Tras esta película, nuestro hombre decidió retirarse del medio, por puro aburrimiento, básicamente. Su discreta despedida no ha evitado que, pasados los años, un grupo cada vez más nutrido de aficionados reivindicase su cine. Un cine que, como ya se ha dicho, no resultaba particularmente brillante en términos estrictamente cinematográficos, pero que sí contribuyó a revitalizar una escena inglesa algo anquilosada, gracias a un puñado de títulos oscuros y controvertidos que, aún hoy, siguen deparando no pocos placeres (¿culpables?) a los amantes del cine de terror; incluso el sello Anchor Bay ha editado recientemente un completo pack de cinco DVDs (¡con forma de ataúd!) que pondría los dientes largos a cualquiera. Una pieza indispensable en la videoteca de todo cinéfago que se precie, sección “tarados y psychokillers”. Yo estoy por pedírsela a Amazon ya mismo…

Texto de Nachete.

8 comentario en “El director olvidado de Nachete

  1. Impresionante recorrido por la filmografía de este autor, que desconocía, y también, en parte, por el panorama estético de su tiempo. Quien escribiera con la soltura y el talento de nachete, joder. ¡Gran trabajo! Apunto recomendaciones.

  2. Es la gran Sheila Keith en una imagen onírica de Frightmare. Así que no, no es un vampiro pese a las pintas que gasta. La tercera imagen corresponde a la misma película y a la misma actriz.

  3. Ya sabía yo que el artículo de Nachete sería muy bueno 😉

    Respecto a las imágenes:
    – La primera y cuarta imagen petenecen a House of Whipcord.
    – La segunda y tercera a Frightmare.
    – Y la última como no a House of long shadows.

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