26 de abril de 2024

AFF Sección Oficial: Antes

Ya quedan menos días para el cierre del Atlántida Film Fest, y hoy os traemos otra reseña de la Sección Oficial: Antes, de Daniel Gimelberg.

El que debutara tras las cámaras junto a Cesc Gay hace algo más de una década nos trae ahora su ópera prima en solitario, un film que huye de referencias para trazar un camino propio a través del cuál contarnos cómo la vida de Nacho se despieza de la noche a la mañana. Para ello, adopta una de esas narraciones desestructuradas que tan pronto nos sitúan en el punto álgido de la vida del protagonista, como lo ponen entre la espada y la pared dentro de un universo dominado por neones y luces de agresivos colores. De hecho, en esa crominancia que cambia con el contexto se encuentra una de los principales virtudes del trabajo de Gimelberg, que distingue un mundo bañado por luz natural, donde todo parece marchar sobre ruedas, y otro en el que se hallan esos ya mentados neones y luces rojizas que caen sobre la cara del protagonista para hacerle descender a un infierno del que no parece fácil salir.

Entretanto, asistimos a todo un abanico de relaciones que nos llevan del blanco al negro, pasando por el gris, y descubren ambas facetas de un personaje cuya meta parece pasar de culminar una buena carrera a desintegrarse tanto psicológica como moralmente ante un porvenir que se ha recrudecido por la desaparición de los seres queridos y las disputas ante los reproches de una persona que sólo actúa instintivamente, oyendo la voz de sus sentimientos.

También resulta interesante en Antes el uso de los espacios, pues desde la casa donde primero convive y luego malvive, hasta ese taciturno despacho que le sirve como válvula de escape para satisfacer sus adicciones en forma de retribución monetaria, cobran una importancia capital para entender las luces y las sombras de un protagonista al que ni las discotecas regentadas por camellos ni las amistades nocturnas en forma de volubles romances parecen dar ningún fruto, más allá del de seguir descomponiéndose.

Lo mejor de todo, sin embargo, es la dualidad y el contrapunto que otorga Daniel Gimelberg a su film gracias a ese montaje donde puede que sea difícil apreciar un crescendo, pero en el que el hecho de ir intercalando escenas que marcan ese antes y ese después le confiere un valor añadido por el hecho de no crear un clímax demasiado tosco como sí sucedía, por ejemplo, en Biutiful de Iñárritu.

Quizá sus defectos se hallen en una fotografía que no muestra todo el potencial del trabajo del argentino, o en un arranque que se muestra tibio, no por la poca cercanía del espectador para con sus personajes, sino más bien por ese estilo tan templado que emplea Gimelberg, sin florituras en forma de banda sonora (que aparece en momentos contados) o sin aspavientos en una dirección de actores que se antoja notable, pero la cuestión es que al final obtiene sus frutos con una historia tantas veces vista, pero en la que al menos su autor sabe imprimir un sello donde lo mejor de todo sea no tener que recurrir a otros títulos para hablar sobre su propuesta.

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